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domingo, 30 de noviembre de 2014

La Isla 12 - Final

Salí de la charca escurriéndome el agua del pelo rubio que me llegaba hasta la cintura. En la isla siempre hacía calor, de modo que Dané y yo casi siempre nos secábamos al aire, sobre todo porque no teníamos toallas.
Me miró mientras salía del agua. Sus ojos absorbían mi cuerpo entero que chorreaba agua. Me dio un vuelco el estómago cuando apartó rápidamente la mirada al acercarme a ella.
—Dané ¿ocurre algo? —le pregunté. Oí el miedo en mi propia voz y al parecer ella también porque se levantó rápidamente y me estrechó en un cálido abrazo.
—No, cariño, todo está perfecto, es sólo que si sigo mirándote, no lograré soltar lo que tengo que decirte. Eres tan preciosa —me repitió y me besó suavemente en la boca, sin dejar de apretar mi cuerpo contra el suyo.
Fue un beso tan apasionado que cuando por fin nos separamos, yo estaba sin aliento.
—Mmm... Ya veo a qué te refieres —le dije.
Me miró un momento y luego echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse. Me encantaba verla hacer eso. Ésa era mi nueva meta en la vida: hacer llorar de risa a Dané Courtier por lo menos una vez al día durante el resto de nuestras vidas.
—Toma, ¿quieres ponerte esto mientras se seca tu combinación? —preguntó. Me dio el paño que normalmente llevaba enrollado alrededor del pecho.
—Vaya, Dané, ¿así que hoy vamos a ir con el pecho al aire? —le pregunté desvergonzadamente.
Y ella sonrió y me echó una mirada traviesa.
—De todas formas eso es lo que suelo hacer cuando no estoy en el campamento.
—Ya sabía yo que me estaba perdiendo algo con esas excursiones tuyas.
Me miró con una sonrisa y me sonrojé al recordar lo que había pasado la única vez que decidí seguirla. Ella me miraba con una sonrisita curiosa.
—Vamos, deja que te ate esto, pequeña, y luego me gustaría que vinieras conmigo.
Decidí que me gustaba la sensación de la tela alrededor de la cintura y la libertad de los pechos. Dané y yo caminamos despacio por el bosque. Me sentía encantada porque me llevaba cogida de la mano. Antes era yo la que siempre tenía que iniciar el contacto con ella. Ahora parecía más que dispuesta a cogerme de la mano mientras caminábamos. Estaba tan absorta en este sencillo placer que no me di cuenta de dónde me llevaba. Sólo cuando oí el ruido de la cascada, me detuve por fin.
—Dané, tengo que...
—Shhh, por favor. Quiero compartir unas cosas contigo. No soy muy habladora. Me gustaría decirte lo que siento ahora. —Sacudió la cabeza y cerró los ojos—. Lo que quiero decir es que quiero decirte lo que estoy sintiendo. Lo que llevo sintiendo desde hace ya tiempo. Necesito explicarte por qué soy como soy.
—Dané, no tienes que...
Volvió a hacerme callar apretando un dedo sobre mis labios.
—Por favor, pequeña, me gustaría hacer esto a mi manera. —Me miró hasta que asentí para decirle que lo comprendía y luego me llevó al borde del acantilado, donde las dos dejamos caer nuestros sarongs—. ¿Lista? —preguntó. Asentí y las dos saltamos por el borde con un grito.
Salí a la superficie jadeando.
—Aaaaaggggggg. Qué fría está el agua, Dané.
Dané me agarró por la cintura y me levantó por el aire. Tenía una enorme sonrisa en la cara. Nadamos durante una hora. Sobre todo nos dedicamos a jugar quién podía excitar más rápido a quién, hasta que Dané puso fin a ese juego en concreto.
Me condujo fuera del agua y las dos nos desplomamos en el suelo para descansar. Esta zona estaba cubierta de flores silvestres que daban un aroma maravilloso. Debí de adormilarme un rato, porque cuando me desperté vi que Dané estaba ahora sentada. Lo único que veía era su fuerte espalda, ya que estaba contemplando el agua en una postura parecida a cuando la encontré en la playa la noche antes. Alargué la mano para tocarla, pero me detuve. Ella tomó aire y empezó a hablar, como si notara mi mano flotando encima de su espalda.
—No soy muy dada a hablar, pequeña, así que esto me resulta difícil, pero hay unas cosas que quiero que sepas. Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años. Era pintor, así que nunca tuvimos mucho dinero, pero siempre fuimos felices. Cuando murió, sus padres le preguntaron a mi madre sin quería llevarnos a Londres para vivir con ellos. Mi madre tenía dos trabajos y yo tenía que ocuparme de mis hermanos mientras ella trabajaba. Le preocupaba que nos metiéramos en problemas, así que aceptó y nos trasladamos todos a Inglaterra, a la finca de mis abuelos. Aunque me gustaba mucho la belleza del campo, no tardé en aburrirme. De hecho, la zona era tan rural que rara vez veíamos a nadie. Cuando sólo llevábamos allí una semana más o menos, una de las criadas de arriba, Callinda, me preguntó si quería ir a dar un paseo con ella. Mis hermanos pensaban que era muy guapa, así que me sentí halagada de que quisiera conocerme mejor. Y vaya si me conoció. No tardó en cogerme de la mano, besarme y decirme toda clase de piropos sobre lo guapa que era.
Aquí la interrumpí.
—Pero seguro que eso ya lo sabías, ¿no?
—No, no lo sabía, Gabrielle. Era tan alta y desgarbada. Estaba tan ocupada ayudando a mi madre con mis hermanos que no tenía mucha vida social. Y Callinda lo sabía. Un día, en uno de nuestros paseos, me besó con tal pasión que me dejó sin aliento. Me dijo que me necesitaba y que estaba enamorada de mí. Así que dejé que me tocara y que me hiciera otras cosas. Siempre me gustaba, pero me faltaba algo. No me dejaba que la desflorara como... como ella... mmm... como ella me había desflorado a mí. —Dané se quedó callada y yo sofoqué una exclamación. Miré su ancha espalda, horrorizada al darme cuenta de cómo iba a terminar la historia antes de que me lo dijera siquiera—. No tardé en tener sospechas, de modo que por fin, después de uno de nuestros "paseos", se lo pregunté y ella me dijo que no podía porque una criada pobre tenía que ser virgen si quería casarse bien.
—Oh, Dané, cuánto lo siento. —Esta vez sí que le toqué la espalda caliente y ella dio un pequeño respingo al notar mi mano fría, pero siguió con la historia.
—Fui tan estúpida que la perdoné. Intenté comprenderlo, incluso me dije a mí misma que tenía razón. En ese momento ni siquiera pensé que ella me había hecho perder la virginidad sin planteárselo siquiera. —Dané hizo una pausa y suspiró con resignación—. Dos semanas después de aquello, sorprendí a Calli y a uno de los caballerizos en plena sesión de sexo en el granero.
Dejé que se me escapara una lágrima por el dolor que debió de sentir Dané ante esta traición.
—Me temo que les di una paliza a los dos hasta que confesaron que tenían la intención de hacerme chantaje para que les diera dinero. Si no se lo daba, les dirían a mis abuelos y a mi madre lo que había estado haciendo con la pobre criada. Se lo dije yo misma antes de que Calli pudiera clavarles las garras. Al principio se pusieron furiosos, pero luego llegaron a la conclusión de que ella había conseguido seducirme en contra de mi voluntad. Así que mis abuelos les dieron una gran suma de dinero y los echaron de la finca. Intentaron volver por más a los pocos meses y cuando mi abuelo se negó, empezaron a hacer correr rumores sobre que yo era antinatural y que había forzado a Calli.
Me incorporé de un salto, agarré a Dané por detrás y la estreché contra mí. Su espalda caliente se hundió en mi pecho mientras lloraba amargamente. Esperé a que soltara todo el dolor que llevaba dentro desde hacía tanto tiempo.
Cuando se calmó, continuó con su historia.
—Madre me quería y siempre me querría. Mis abuelos encajaron mal los rumores. Fue entonces cuando mi madre decidió que nos íbamos a trasladar a América. No creo que mis hermanos llegaran a saber lo que ocurría, pero al cabo de un año estábamos en camino. Mis abuelos le habían dado a mi madre dinero suficiente para vivir bien si teníamos cuidado. Y ahí es donde entras tú —dijo suavemente. Volvió la cabeza para sonreírme un poco y sus hermosos ojos enrojecidos se clavaron en los míos. No pude evitar echarme hacia delante y darle un dulce beso. Me sonrió y en ese momento juré que sería la última vez que quería ver llorar a Dané.
Dané se volvió de nuevo hacia el agua, apoyándose más en mí, y continuó con su historia.
—Me enamoré de ti en el momento en que te chocaste conmigo.
Sofoqué una exclamación y ella colocó su mano sobre la mía pero siguió contando su historia.
—Pensé que eras tan preciosa y que tenías tanto genio. Me encantaba provocarte para poder ver esos ojos tuyos soltándome chispas. Me quedé de piedra cuando Edward empezó a hablarle de ti a madre. Cuando empezó a decir que quería hablar con tu padre para cortejarte, pensé que me iba a morir. Ya me había hecho a la idea de que jamás podría tenerte. Pero sabía que no podría soportar verte con Edward si os casabais.
—Yo ni siquiera lo sabía, Dané. De todas formas, no habría aceptado.
—Edward dijo... dijo que habías hecho un retrato de él en tu cuaderno. Yo también vi ese dibujo —dijo vacilando tanto que tardé un momento en hacer la conexión.
—Oh, no —exclamé—. No, Dané, el dibujo era de ti. —Me miró haciendo esa cosa típica con la ceja—. Ni siquiera estaba terminado cuando los dos lo visteis. Él debió de dar por supuestas las cosas por los ojos y la forma de la cara. Ni siquiera había visto a Edward cuando empecé a dibujarlo. Lo he terminado desde que estamos aquí. Puedes verlo si quieres. Tengo otros de ti y de mí que me encantaría que vieras también.
Dané me estrechó entre sus brazos y susurró:
—Me encantaría verlos, Gabrielle.
Se dio la vuelta de nuevo. Parecía resultarle más fácil hablar si no tenía que mirarme. No importaba por ahora: más adelante tendríamos que trabajar en sus habilidades comunicativas. La estreché entre mis fuertes brazos y ella dobló las piernas y dio la impresión de disfrutar simplemente del contacto durante un rato.
—Cuando llegamos aquí, conseguí dejar de lado casi todos mis sentimientos por ti. Las dos teníamos que concentrarnos en seguir con vida. Entre que yo estaba herida y que necesitábamos encontrar comida y refugio, conseguí relegar los sentimientos al fondo de mi mente. Pero eso sólo duró unos meses. Me conocía la isla como la palma de mi mano. Ya no costaba tanto encontrar comida y la cabaña estaba prácticamente terminada. Ya no me desmayaba casi de agotamiento y mis pensamientos empezaron a descontrolarse de nuevo.
Se detuvo y de repente se volvió para mirarme.
—¿Alguna vez te han dicho que eres una persona muy tocona? —preguntó con una sonrisa en la cara.
—Mmm, sí. Creo que alguien lo ha mencionado hace poco —contesté con una sonrisa igual de amplia y un besito en los labios para que supiera que el incidente ya no me dolía. Sonrió aún más y se dio la vuelta de nuevo.
—Bueeenoooo... —Hizo una pausa—. Estaba empezando a afectarme, así que intenté mantenerme alejada. Exploraba la isla para poder alejarme de ti un rato cuando lo necesitaba. Pensaba que acabarías dándote cuenta y que me odiarías o me tendrías miedo, así que traté de ocultar lo que sentía por ti. En una de esas excursiones encontré este lugar. Mmm... Gabby... venía aquí y... mmm...
—Dané, tengo que decirte algo. —Era el momento de confesar que la había seguido.
—No, amor, déjame terminar, por favor. Te deseaba tanto que venía aquí dos y tres veces por semana —dijo. Me di cuenta de que le daba vergüenza decírmelo aunque no le veía la cara. Le acaricié la espalda para demostrarle mi apoyo—. Bueno, el día que nos peleamos y luego te consolé... o sea, cuando dormí contigo... yo, tú... mmm, te arrimas mucho cuando duermes, pequeña, ¿lo sabías?
Dije que no con la cabeza y ella siguió con su relato.
—Pues sí, lo haces. Yo... yo estaba ahí echada contigo prácticamente tumbada encima de mí con tus manos sobre mis pechos. Tenía que escapar, así que me fui de la cabaña en silencio y vine aquí lo más deprisa posible. Me... me alivié y cuando iba a volver a la cabaña, vi tus huellas cerca de mi ropa.
Tomé aire.
—Viste...
—Sí —contestó sin que yo tuviera que continuar—. Me entró tanto miedo, Ga...bri...elle. Pensé que sentirías asco, o peor, miedo de mí después de haber visto aquello. Así que me alejé. Necesitaba pensar en un plan para hacértelo entender. Acababa de dar con una solución cuando me encontraste.
—¿Cuál era la solución? —le pregunté en voz baja.
Se volvió y se arrodilló delante de mí con la cabeza gacha y cuando me miró, en sus ojos había tanta alegría y esperanza que supe que estaría con esta mujer durante el resto de mi vida.
—Te rogaría... —contestó con una sonrisa trémula—. Te rogaría que no me dejaras y luego te rogaría que me permitieras estar contigo. —Vi que se esforzaba por no echarse a llorar de nuevo—. No quería perderte, Gabrielle, y haría lo que fuera para evitar que me rechazaras. Siento tanto todo lo que ha pasado. Quería contarte toda la historia porque quería que comprendieras que nunca he tenido intención de hacerte daño. Creía que te estaba protegiendo... de mí.
—¿Has acabado? —le pregunté—. ¿Puedo hablar ahora?
Ella asintió despacio. Tuve que levantarle la barbilla para poder mirarla a los ojos vulnerables.
—Yo también te quiero.
Se me quedó mirando un momento, a la espera del resto, pero por una vez eso era todo lo que tenía que decir.
Me miró sin dar crédito mientras yo le sonreía burlona. Las dos nos dimos cuenta a la vez de que nuestros papeles se habían invertido y nos echamos a reír. Dané llevaba hablando treinta minutos para decirme que me quería. Yo había tardado dos segundos en decirle lo mismo. Era justicia poética y por fin consideré pagada la deuda de sus incesantes burlas.
—Ven aquí.
Tiré de ella hasta tenerla encima de mí. Me besó en los labios al cubrirme con su cuerpo mucho más grande. Nos quedamos tumbadas al sol con el rugido de la cascada y los trinos de los pájaros encima de nosotras. Nuestra respiración no tardó en duplicar su velocidad. Jadeé cuando Dané trazó círculos alrededor de mis pezones con la lengua. Arqueé la espalda, con lo que ella chupó más fuerte. Apretaba el muslo contra mí mientras besaba y lamía mis dos pezones endurecidos. En dos ocasiones estuve a punto de tener un orgasmo y en ambas ocasiones se detuvo y me susurró al oído en francés y español:
—Todavía no, cariño.
Y detuvo sus movimientos hasta que se nos calmó el corazón antes de seguir lamiendo, chupando y apretando con suavidad. Me estaba volviendo loca. Dané cogió mis pechos con las palmas de las manos y se puso a olisquearme el cuello y la oreja. Cuando estaba a punto de gritarle que siguiera adelante, noté que había puesto la mano en el nudo que llevaba en la cadera. Se detuvo un momento. Me puse a deshacer el nudo de su sarong a toda prisa y ella hizo lo mismo con el mío. Alzó su cuerpo por encima del mío para quitarme el sarong y yo hice lo mismo con el suyo. Esta vez, en lugar de volver a posarse sobre mí, como yo deseaba desesperadamente, se quedó suspendida por encima de mí como si fuera a hacer flexiones, con los músculos de los bíceps y los tríceps restallantes por el esfuerzo de sostenerse por encima de mí. Me besó en los labios y luego pasó a mi oreja.
—Si hago algo que no te gusta o que te incomoda... por favor, prométeme que me lo dirás.
—Te lo prometo, Dané.
Pasó a besar cada centímetro de la parte superior de mi cuerpo, besitos suaves que me volvían loca. Cuando llegó a la zona por debajo de mi ombligo, empecé a ponerme un poco nerviosa. Cuando estaba a punto de pararla, dijo las únicas palabras que iban a ser mi ruina durante muchos años.
—Por favor...
Esas palabras me aceleraron el corazón. Le permití que continuase besándome el ombligo y las caderas y por fin los muslos. Miré la cabeza oscura que tenía entre las piernas y casi me desmayé de la excitación. Grité cuando por fin me tocó con la lengua. La primera caricia fue muy delicada. Saboreó cada parte de mí, chupando y mordisqueando suavemente hasta que casi me eché a llorar.
Cada vez que pensaba que me iba a caer por el borde, ella me agarraba las caderas para impedir que me moviera y paraba lo que estaba haciendo. Para entonces era yo la que le rogaba. Se alzó de entre mis piernas y me besó ferozmente en la boca. Me saboreé a mí misma en sus labios y gemí.
—¿Qué es lo que quieres, Ga...bri...elle? —me preguntó roncamente, mientras su mano seguía atormentándome despacio como lo había hecho su lengua un momento antes.
—Quiero...
—¿Qué quieres, amor mío? —preguntó Dané casi con desesperación. Comprendí que necesitaba que le dijera lo que deseaba de ella.
—Quiero ser tuya... Por favor.
Dané estaba echada a medias encima de mí y a medias fuera de mí. Noté que frotaba su centro caliente contra el músculo de mi muslo. Aceleró el ritmo y empezó a besarme en el cuello y las orejas, que tenía muy sensibles.
—Oh... Dios, por favor, Dané... no puedo... no puedo aguantar mucho más... ¡por favor! —grité y cuando sentí que empezaba a caer en un abismo de placer, Dané me metió el dedo hasta el primer nudillo, deteniéndose en la barrera que era mi virginidad.
Como loca, intenté obligarla a penetrar más tratando de meterla a la fuerza dentro de mí, pero era demasiado fuerte y se negó a verse forzada a ir más lejos o más rápido.
En un momento de desesperación, metí la mano entre sus piernas y encontré el centro caliente que se había estado frotando contra mí. Estaba tan a punto que sabía que debía de dolerle. Abrí sus labios hinchados y tracé círculos alrededor.
Siguió entrando y saliendo de mí suavemente y el placer empezaba a ser excesivo. Cerré los ojos con fuerza y traté de concentrarme en darle placer. Sus caderas se movían desesperadas contra mi mano. Coloqué dos dedos en su abertura y empujé con fuerza hacia dentro. Gritó y saltó, lo cual hizo que empujara con fuerza dentro de mí. Mi virginidad dejó de existir.
Cerré los ojos mientras me caían lágrimas por la cara por el dolor. Yo había dejado de empujar cuando me penetró y las dos nos quedamos así un momento para recuperar el aliento. El dolor empezó a disiparse y volví a moverme contra lo que me llenaba por dentro. También empecé a empujar con fuerza dentro de ella. El dolor había desaparecido, sustituido por el puro placer. Sentí que mi orgasmo empezaba despacio al principio mientras mis músculos se apretaban en torno a los dedos que había dentro de mí. Casi como respuesta, sentí que las paredes del sexo de Dané se estremecían. Cerró los ojos con fuerza y aumentó las embestidas. Cuando por fin me llegó, sentí que me quedaba inerte.
—Oh, oh, oh —era lo único que podía decir. Noté que Dané también estaba a punto y seguí su ejemplo, sin parar de empujar dentro de ella mientras sucumbía al orgasmo.
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Hace años que quitamos el bote de la playa y cualquier señal evidente de que estuviéramos allí. Dané cree que llevamos aquí unos siete años, pero no sabemos muy bien porque dejamos de contar el día en que hicimos el amor por primera vez. Este pedacito de tierra verde se ha convertido en nuestro mundo.
Tal vez en el futuro el otro mundo sea capaz de aceptar relaciones como la nuestra. Eso esperamos por el bien de otras personas como nosotras. Voy a pasar el resto de mi vida amando y siendo amada por la guardiana de mi alma.

Ella es mi isla y yo soy la suya.

jueves, 20 de noviembre de 2014

La Isla 11

Me desperté y fui a tocar a Dané y descubrí que a mi lado sólo estaba mi estera de hierba vacía. Me desperté de golpe y miré confusa a mí alrededor. Estaba echada desnuda en mi parte de la cabaña... sola: la puerta privada estaba cerrada. Dejé caer la cabeza y las lágrimas me corrieron por la cara.
¿Había sido un sueño? Parecía tan real. Todavía podía oír a Dané gritando mi nombre, al desplomarse encima de mí tras el orgasmo. Parecía tan real.
—Ga...bri...elle, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Te hice daño anoche?
Estaba tan desolada que no había notado que Dané había abierto la puerta privada.
Miré a los preocupados ojos azules de mi bella amante cuando se arrodilló a mi lado. Dané traía una gran bandeja hecha a mano llena de todas las frutas que ofrecía la isla, además de tres tipos diferentes de pescado. Los manjares estaban pulcramente colocados sobre un grueso trozo de corteza que Dané había limpiado y alisado. En la otra mano llevaba tres de esas grandes flores tropicales de bonitos colores cuyo fragante aroma había sido en parte responsable de que acabáramos en esta isla.
—Yo... yo... —La miré sin saber qué decir. Estaba total, inexcusable y gloriosamente desnuda. Era evidente que se había dado un baño, pues su largo pelo recién lavado relucía suelto hasta su cintura.
—Gabrielle, ¿te he hecho daño? —volvió a preguntar, dejando rápidamente la comida y las flores e inclinándose sobre mí.
Dije que no con la cabeza.
—¿Cómo he llegado aquí? —le pregunté, todavía temerosa.
—Te he traído yo. Todavía llovía cuando me desperté y aunque hacía calor, pensé que estaríamos más cómodas en casa. —Su voz seguía sonando preocupada, así que pensé que le debía una explicación.
—Al despertarme he creído que había sido un sueño —le dije vacilante.
Me sonrió comprensivamente y luego miró mi cuerpo desnudo con timidez y dijo bromeando:
—Al despertarme esta mañana, yo también me he preguntado si parte de esto había sido un sueño, pero luego te he olido en mi cuerpo y he sabido que era real.
Me sonrojé profundamente ante esto y aparté la mirada.
—¿Tienes hambre? —preguntó. Seguía sonriendo con timidez.
—Sí —le contesté, sonriendo levemente a mi vez—. Esto es precioso, Dané, no tenías por qué hacer todo esto —le dije mientras me incorporaba, perdiendo todo sentido del pudor al tener la comida delante.
Los ojos de Dané se posaron al instante en mis pechos, carraspeó y dijo:
—Ha sido un placer. —Con tono de aprecio.
—¿Quieres un poco? —le pregunté provocativamente, poniéndole un poco de fruta en los labios.
—Mmm. —Lo aceptó y luego meneó la cabeza—. Pero cómete tú el resto, lo he cogido para ti.
Asentí y devoré contenta la bandeja entera de comida mientras ella miraba y me tomaba el pelo diciendo que esperaba que fuera suficiente. Le dije con altivez que bastaría por ahora. Ella se echó a reír. Mientras reíamos y nos tomábamos el pelo mutuamente, me quedé maravillada por la sonrisa que no paraba de aparecer en la cara de Dané. Era como si fuera una persona distinta. Había visto algo de esta Dané en el barco. Era como si esta persona alegre y despreocupada hubiera desaparecido poco a poco cuando naufragamos. Me juré preguntárselo en otro momento. Ahora mismo sólo quería disfrutar de ello mientras pudiera.
Después de meterme el último trozo de fruta en la boca, me eché hacia delante y besé suavemente a Dané en los labios. Susurré tímidamente:
—Gracias por ser tan encantadora.
Me sonrió y juro que se ruborizó, pero no estoy segura porque tiene la piel muy morena. Agachó la cabeza y sus dedos juguetearon con los trozos sueltos de cordel de mi estera.
—De nada —dijo en voz baja, con una ligera sonrisa todavía en los labios.
Decidí dejar de atormentarla y me levanté para estirarme.
—Me voy a lavar. —Miré a mi amante, que estaba mirando mi cuerpo sin disimulos desde el suelo—. ¿Quieres venir a hacerme compañía?
Asintió y la ayudé a levantarse. Por primera vez no maldije mis cortas piernas cuando tiré de Dané, ella me dominó con su altura. Me miró acariciándome los lados de los hombros y los brazos musculosos.
—No sabes el tormento que ha llegado a ser tu cuerpo en el último año —susurró, agarrándome la barbilla y levantándomela para besarme.
—Yo podría decir lo mismo de ti, cariño mío. —La miré despacio, pensando que me estaba comportando como una fresca lasciva y encantada por ello—. Yo también he notado tu cuerpo. Creo que vivir aquí ha sido bueno para nosotras.
Asintió y se inclinó para darme otro beso. Pasaron unos minutos hasta que las dos tuvimos que tomar aire.
—Oh, Dios, cariño, tenemos que parar. Necesito darme un baño.
Ella sonrió y me condujo desde nuestra casa hasta la charca. Me metí en el agua fresca y ella se acomodó en una roca para charlar conmigo. Esto era algo que habíamos hecho muchas veces desde que estábamos en la isla. Me di cuenta entonces de que siempre había sido yo la que estaba en esa misma roca esforzándome por no mirar a Dané mientras se lavaba el cuerpo. Le hablaba de todo lo que se me ocurría y ella siempre me contestaba con el menor número de palabras posible.
—Gabby.
Estaba tan enfrascada hablando que casi no la oí.
—¿Sí, Dané? —Me volví en el agua para mirarla y advertí que tenía una expresión muy seria.
—Yo... tenemos que hablar —dijo con seriedad.

Se ha arrepentido, gritó mi cerebro.

sábado, 15 de noviembre de 2014

La Isla 10

Me eché a llorar. Esta vez no pude contenerlo y me quedé inerte entre los fuertes brazos de Dané que me tenían prisionera por segunda vez en tantos días. Me soltó las piernas e intenté escabullirme hacia atrás. Necesitaba un poco de espacio entre las dos. Debió de pensar que trataba de escapar de ella otra vez porque volvió a abalanzarse, derribándome de espaldas.
—Por favor —dijo Dané con la voz ronca.
Luché con ella un momento, pero no tardó en dominarme, sujetándome la mano con fuerza por encima de mi cabeza.
—Por favor —sollozó.
Me quedé paralizada. Dané estaba tumbada encima de mí, con el pelo colgando a mí alrededor. Noté que su estómago musculoso estaba pegado al mío y se movía entrecortadamente mientras Dané sollozaba e intentaba recuperar el aliento a la vez. Noté que su corazón palpitaba con fuerza contra su pecho.
—Lo... siento... tanto... por favor —susurró. Sus ojos me rogaban que comprendiera lo que no parecía capaz de decir.
Me quedé debajo de ella, sollozando en silencio.
—No llores, lo siento tanto —susurró, apartándome el pelo de la cara—. Siento tanto haberte hecho daño. Por favor, no me dejes —rogó angustiada y luego bajó la cabeza y me besó desesperada pero suavemente en los labios. El beso fue tan suave que temí moverme por miedo a que desapareciera. Me quedé allí debajo de ella, atónita. De repente, cobré conciencia de todo... intensamente.
Las largas y fuertes piernas de Dané estaban entre las mías. Mi ajada combinación no sólo se me había subido hasta la cintura sino que estaba completamente empapada. La pelvis y las caderas de Dané estaban firmemente pegadas a mis partes más íntimas. Era maravilloso.
Dané murmuraba suavemente en francés. Las únicas palabras que entendía eran mi nombre y por favor. Aunque contaba con un extenso vocabulario malsonante en francés, hasta ahora nunca había oído estas palabras susurradas contra mi cuello seguidas de dulcísimos besos.
Las manos que un momento antes me tenían presa ahora me acariciaban la muñeca delicadamente. Por fin los labios de Dané volvieron a cubrir mi boca con toda la suavidad del mundo, permitiéndome apartarla si quería. No quise. No pude evitar el gemido que salió de mi garganta mientras Dané seguía besándome suavemente y acariciándome la muñeca con las manos. Su cuerpo se estremeció sobre el mío y soltó mi boca con un jadeo.
Dané se echó hacia atrás el pelo mojado y por primera vez le pude ver la cara. Parecía angustiada. En sus ojos había la misma expresión de anhelo y hambre que recordaba del baile. Parecía haber ocurrido hacía una vida.
Contemplé aquellos ojos hambrientos durante una eternidad hasta que volvió a tomar mi boca con la suya. Esta vez me abrió la boca: su lengua hacía cosas maravillosas con la mía. No pude evitarlo: volví a gemir en lo más profundo de mi garganta.
Esto causó la misma reacción en Dané que antes: su cuerpo se estremeció y jadeó en mi boca. Las manos que sujetaban las mías por encima de mi cabeza me soltaron y bajaron suavemente por mi cuerpo, deteniéndose para acariciar mis pezones duros y erectos a través de la tela casi transparente de mi combinación de algodón. Me estremecí de placer cuando sus dedos calientes rozaron delicadamente mis pezones.
Sus manos siguieron bajando por mi cuerpo hasta que llegó a mis caderas desnudas. Se detuvo allí, acariciándome las caderas, instándome delicadamente a que me apretara más contra ella. Cedí a mis propios deseos y me apreté contra ella impaciente. Dejó de besarme y jadeó en mi cuello al tiempo que un fuerte estremecimiento volvía a sacudirle el cuerpo. La mano que me acariciaba y tocaba la cadera izquierda se acercó al nudo que mantenía cerrado su sarong empapado por la lluvia.
Fui a ayudarla con el nudo, cubriendo su mano con la mía, lo cual hizo que se detuviera en seco tomando aire con fuerza. Pensando que tal vez había hecho algo mal, yo también me quedé paralizada, dejando mi pequeña mano sobre la suya, mucho más grande.
Cerré los ojos, temerosa de haber cometido un error sin saberlo. Ella estaba suspendida encima de mí, con un brazo rígido junto a mi hombro, mientras la otra mano agarraba el nudo del sarong. Se quedó así paralizada un momento y luego oí su voz que me decía:
—Por favor, Gabby... Por favor... —Se le quebró la voz y me di cuenta de que no había entendido que yo intentaba ayudarla a quitarse la ropa.
Aparté mi mano de la suya y le acaricié un lado de la cara y luego el sedoso y mojado cabello negro. Tiré de ella hacia mí para otro beso que nos dejó a las dos temblorosas y sin aliento. Dané apoyó la cabeza junto a la mía sobre la arena compacta y mojada. Su respiración jadeante me acariciaba la oreja cálidamente.
—Por favor... —volvió a rogar sin vergüenza.
El ruego fue tan suave que casi no lo oí por el ruido de las olas al estrellarse y el delicado golpeteo de la lluvia sobre la arena compacta y endurecida.
Le cogí la mano derecha, la apreté con suavidad y la coloqué sobre el nudo. Luego levanté la mano hasta su espalda, suave y empapada de lluvia, y por fin hasta su nuca, donde froté delicadamente el músculo tenso y rígido que encontré allí. Volví la cabeza y le susurré al oído:
—Está... está bien... está bien, amor.
Noté que Dané se ocupaba del nudo flojo que le sujetaba el sarong y luego se alzó para quitar rápidamente el paño de entre las dos. Se detuvo rígidamente por encima de mí, mirándome a los ojos. La miré a los ojos muy abiertos y ligeramente aturdidos y repetí:
—Está bien.
Vi que cerraba los ojos y se situaba entre mis piernas. Dané subió por mi cuerpo hasta que nuestros sexos se apretaron íntimamente el uno contra el otro... Era maravilloso... Las dos soltamos un gemido simultáneo y nos quedamos quietas. Me quedé debajo de Dané, rodeando su cuerpo con los brazos y las piernas y acercándola todo lo posible a mi propio cuerpo. Ella temblaba sin parar como si tuviera frío.
Se alzó y metió una mano entre nuestros cuerpos. Separó los labios de su sexo y volvió a echarse encima de mí. Sentí que su clítoris se frotaba contra el mío. Era totalmente consciente de la cálida agitación de la parte inferior de mi estómago, así como de la humedad sedosa que se deslizaba entre nuestros cuerpos.
Dané empezó a mover las caderas despacio: nada existía salvo el placer que me estaba dando. Cada vez que se apretaba contra mí, sentía que se le estremecían las caderas y cerré los ojos con fuerza. No quería que esta sensación terminara nunca. Era vagamente consciente de mis propios gemidos y quejidos ásperos, pero no me importaba. No había nadie más que pudiera oírme y además, no habría podido evitarlo aunque hubiera querido.
Empecé a empujar contra Dané al tiempo que ella empujaba contra mi humedad. Noté que el pelo que cubría nuestros sexos se enredaba y la sensación de piel contra piel al abrir más las piernas para que pudiera alcanzarme era la mejor. Gimió en voz alta mientras sus caderas seguían temblando antes de cada embestida, casi como si intentara controlar la cantidad de presión a la que me sometía. Mis manos, que le habían estado acariciando la espalda, empezaron a bajar hacia su trasero.
Agarré las firmes nalgas de Dané con las manos y se las apreté y acaricié mientras ella seguía empujando suavemente contra mí. Era maravilloso pero me di cuenta de que Dané se estaba controlando. No sabía si tenía miedo por mí o por ella misma pero yo no estaba dispuesta a ello. Me había enamorado de la fuerza tranquila y la pasión que eran Dané Courtier y eso era lo que quería. Jadeé al sentir que me acercaba a la cima de una cumbre que no sabía que había estado subiendo. Por instinto apreté las nalgas de Dané con las manos y con todas mis fuerzas tiré bruscamente de ella hacia mí al tiempo que me apretaba bruscamente contra ella. Echó la cabeza hacia atrás y gritó mi nombre. Las dos caímos juntas por el precipicio y nos sumergimos en un mundo de placer palpitante.

Cerré los ojos con la intención de descansar un momento.

lunes, 10 de noviembre de 2014

La Isla 9

Decidí ir a la playa para ver si Dané estaba allí. Quería decirle que lo comprendía y que ya podía volver a casa, ahora que me había ido. También quería asegurarme de que estaba bien.
Divisé a Dané, totalmente desnuda, de espaldas a mí en un grupo de rocas que avanzaban por la playa hasta desaparecer en el mar. Tenía la espalda recta como un palo, con los ojos clavados en el horizonte contemplando algo que yo no veía. Decidí abandonar mi carrera de espía de Dané y hacerle saber que estaba allí.
—¿Dané?
Se giró sobresaltada.
—¿Qué haces aquí? —Tenía la voz más grave que de costumbre y ronca por la falta de uso. Se me encogió el estómago al darme cuenta de que había estado llorando otra vez.
—Buscarte —le dije con sinceridad. Trepé a la pequeña formación de rocas y me senté a su lado. Inmediatamente se ató a la cintura el sarong sobre el que había estado sentada. Supongo que había decidido prescindir de la parte de arriba porque volvió a contemplar el océano. Como la sirena que había a bordo del Statendam, el largo pelo de Dané ocultaba sus atributos a mis ojos curiosos. Había empezado a llover ligeramente; ella no parecía notarlo siquiera.
—¿Dónde has estado? —le pregunté vacilante.
—En esta maldita isla, ¿dónde demonios iba a estar si no, Gabrielle?
Me quedé sentada con ella un momento, tratando de pensar en una forma para hacer que Dané hablara conmigo sin que se enfadara aún más. Su largo pelo oscuro le tapaba la cara y tenía la espalda tiesa como un palo.
—¿Por qué estás aquí, Gabrielle? —volvió a preguntar cansada.
—Estaba preocupada por ti, Dané. Quería asegurarme de que estabas bien. —Por costumbre, puse la mano en la su espalda desnuda para hacer hincapié en lo que decía. El cuerpo de Dané pegó una sacudida como si le hubiera hecho daño. Se levantó de un salto.
—No me toques —gritó—. ¿Por qué demonios no controlas esas malditas manos?
Sentí un dolor tangible en el pecho ante sus palabras. Abrí y cerré la boca varias veces; no podía respirar.
—¡Muy bien! —le grité a mi vez—. Sólo quería decirte que no puedo vivir así. Ya no me hablas, no has venido a casa, me has estado gritando y diciendo cosas... —Se me estaban llenando los ojos de lágrimas—. Me has estado diciendo cosas muy dolorosas. Me voy, Dané —le dije con resignación—. He construido un refugio al otro lado del arroyo. Últimamente has estado muy mal y lo has pagado conmigo. No quiero estar contigo mientras estés así... me duele demasiado —terminé sinceramente.
Esperé a que dijera algo, cualquier cosa, pero volvió a contemplar el mar. De modo que me levanté de las rocas, agradeciendo que la lluvia tal vez estuviera consiguiendo disimular las lágrimas que ya no podía contener.
—Ya nos veremos, Dané, ¿vale? —dije suavemente, sin esperar respuesta y sin recibirla. Bajé de un salto de las rocas y eché a andar playa arriba, decidida a no mirar atrás mientras la cálida lluvia tropical caía sobre mi cabeza.
Solté el sollozo que había amenazado con irrumpir en las rocas. Sentía que se me había roto el corazón. Yo la quería tanto y era como si ella ya no soportara estar conmigo. Me sentía como si alguien me hubiera llenado el pecho y la garganta de algodón; era insoportable.
Seguí caminando por la playa en penumbra, con la esperanza de que la suave lluvia consiguiera llevarse este dolor.
—¡Ga...bri...elle! —El grito fue casi primitivo, exigiendo que me diera la vuelta.
Al parecer Dané me había seguido. Parecía una fuerza de la naturaleza, con el pelo ondeando alrededor de su cabeza como si tuviera vida propia. Con tan sólo el sarong atado a la cintura estaba absolutamente... pavorosa.
Me volví y eché a correr. No sé si eché a correr porque tenía miedo de que me viera llorar o porque tenía miedo de esa mujer salvaje que tenía detrás. Sólo sabía que si me alcanzaba no tendría fuerza suficiente para dejarla. También sabía que ya era hora de que reconociera ciertas verdades, aunque sólo fuera ante mí misma.
Estaba enamorada de ella. Lo había estado desde el día del baile. Era parte del motivo de que sintiera que debía vivir alejada de ella: si llegaba a averiguarlo, me odiaría. Dios mío, tal vez ya lo sabe. Tal vez por eso se ha estado comportando así.

De repente me atraparon por detrás y caí a la arena.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La Isla 8

Cuando volví a abrir los ojos, pegajosos y pesados, ya era de noche. La estera que había a mi lado todavía estaba caliente porque Dané había estado tumbada en ella. No debía de haberse ido hacía mucho. Me levanté torpemente, intentando librarme del dolor de cabeza que me había entrado de tanto llorar.
Eché a andar en la dirección que pensé que había tomado y muy pronto di con su rastro. Se dirigía a una parte de la isla en la que yo nunca había estado. Me había dicho que había otra charca como la que teníamos cerca, pero eso era todo. La seguí durante casi media hora. Sorprendentemente, no parecía darse cuenta de que fuera detrás de ella.
Esta noche tenía la cabeza en otro lado. Veréis, es que Dané y yo nos entreteníamos con un juego en el que intentábamos acercarnos furtivamente y en secreto la una a la otra. Era un juego tonto, pero en la isla no había mucho que hacer salvo jugar, comer y dormir. Yo nunca conseguía sorprender a Dané, aunque ella me pillaba muy a menudo y entonces me hacía cosquillas hasta que creía que me iba a orinar encima. Entonces era yo la que la insultaba a ella en francés al salir corriendo a un matorral para hacer mis necesidades. Ella se quedaba allí tirada en el suelo carcajeándose de mí.
Esta noche era evidente que tenía la mente en otras cosas, porque me di cuenta, por la posición de sus hombros, de que no sabía que estaba detrás de ella y quise mantener así la situación.
En alguna parte se oía una cascada. Observé asombrada cuando Dané se quitó la tela que le tapaba los pechos. Al poco cayó la que le tapaba las caderas. Mientras, Dané seguía caminando e iba dejando caer la ropa al suelo por el camino. Vi que se acercaba al borde de lo que parecía ser un acantilado, se quedó allí parada un momento y luego, ante mi total horror, se tiró por el borde.
Tomé aire y me quedé allí parada, paralizada por el horror, y tardé unos segundos en conseguir que se me movieran los pies.
—¡Oh, Dios, oh, Dios, Dané, no!
Salí disparada tras ella. Justo cuando llegué al borde, la cabeza de Dané emergió en la charca de debajo. Me la quedé mirando pasmada mientras ella se echaba el pelo hacia atrás y volvía a sumergirse en el agua.
Me aparté del borde del acantilado. No quería que supiera que la había seguido. De modo que me eché boca abajo y atisbé por el borde mientras Dané nadaba y jugaba en el agua. Había una pequeña cascada que caía en la charca de debajo. El fuerte ruido del agua probablemente había impedido que Dané me oyera gritarle cuando se tiró por el acantilado.
¿Aquí es donde vienes, Dané?, pensé. ¿Pero por qué, por qué aquí? No tiene sentido: puedes nadar en la charca que hay cerca de la cabaña. ¿Por qué tienes que venir tan lejos para nadar? Me eché hacia atrás sobre el acantilado hasta que sólo mis ojos asomaron por el borde. Dané parecía haber terminado de nadar. Observé mientras se trasladaba a un extremo poco profundo de la charca. No veía lo que estaba haciendo, pero dio unos pasos con el agua hasta la cintura y se detuvo. Estuvo allí parada durante muchísimo rato, con la cabeza gacha, y por cómo se movían sus hombros me di cuenta de que estaba jadeando o llorando.
Me pregunté si se había hecho daño. De repente, echó la cabeza hacia atrás y vi parte de su cuerpo. Con la mano izquierda se apretaba y frotaba el pecho, mientras que la derecha estaba bajo el agua, al parecer haciendo lo mismo con sus zonas inferiores. La miré boquiabierta mientras se frotaba y retorcía los pezones y se hacía Dios sabe qué debajo del agua.
Ahora bien, yo no era tan inocente como para no saber lo que estaba haciendo. Casi toda mi educación sexual procedía de mi abuela, quien después de unos cuantos ponches calientes estaba más que dispuesta a hablar de varios temas inapropiados para una niña de catorce años. También me colaba en el estudio de mi padre y leía algunos de sus libros de medicina sobre anatomía humana. Bueno, la verdad es que no los leía tanto como miraba los dibujos. Recordé que lo que más me gustaba eran los dibujos de los pechos femeninos. Y que por primera vez en mi joven vida no me importó tanto tenerlos. Los pechos de Dané eran aún mejores que los dibujos de los libros de mi padre. Eran el doble de grandes que los míos, con pezones marrones oscuros. La observé mientras se frotaba el pecho y no pude evitar preguntarme cómo sería tocarla con mis propias manos.
Me quedé petrificada por lo que estaba viendo, sintiendo y pensando. Estaba mirando boquiabierta mientras Dané Courtier, que para mí era la mujer más bella del mundo, estaba en una charca y... bueno... se tocaba. Mi abuela decía que esto era algo propio de las clases bajas. El sexo era algo que ocurría entre un hombre y una mujer que estuvieran casados y sólo cuando intentaban concebir hijos. Uno nunca debía tocarse sus partes íntimas de esa forma. Al menos eso era lo que me decía mi abuela. También me dijo que había gente que quería estar con personas del mismo sexo que ellos. Dijo que eran enfermos y que aunque no había que odiarlos, había que meterlos en hospitales donde se les pudiera ayudar. Mi madre decía que mi abuela se estaba poniendo senil con la edad, pero yo no pude evitar preguntarme si se me debía meter en un hospital. Ahora mismo estaba deseando con todas mis ganas no sólo tocarme a mí misma, sino también a Dané Courtier.
Los movimientos de Dané se iban haciendo cada vez más frenéticos. Vi que tenía los ojos cerrados y que movía los labios. Maldije a la cascada que me impedía oír lo que decía.
Desde mi atalaya por encima de ella, vi que el cuerpo de Dané se estremecía y luego se echaba hacia delante. Se quedó en el agua casi cinco minutos mientras se le calmaba la respiración. Vi que se bañaba despacio como si estuviera atontada antes de salir del agua.
Se movía como si caminara a través de una niebla, casi como si no se encontrara muy bien. Dominé las ganas de ir con ella. Sabía que acercarme a ella ahora sería un desastre. A Dané no le gustaría nada no sólo que la hubiera seguido, sino que además hubiera visto lo que había estado haciendo.
Se sentó junto a la charca, contemplando el agua con los brazos alrededor de las largas piernas. Era evidente que estaba pensando seriamente en algo. Vi cómo ese rostro inexpresivo se estremecía de repente ante mis ojos. El cuerpo de Dané tembló por un sollozo que no conseguí oír. Apoyó la cabeza en las rodillas, mientras su cuerpo se estremecía por la fuerza de sus potentes sollozos. No me gustó nada ver llorar a Dané. Estaba sufriendo mucho y no me parecía que se debiera a nuestra pequeña discusión de antes. Me moría de ganas de ir con ella, pero eso probablemente destruiría la confianza que habíamos logrado. Tenía que confiar en que acudiría a mí si necesitaba hablar. Me aparté con cuidado del borde del acantilado y regresé por donde había venido.
Regresé a la cabaña sin problemas. Me eché, cerré los ojos y probé a fingir que estaba dormida, asegurándome de dejar abierta la puerta con la esperanza de que Dané volviera para dormir a mi lado. Me puse de costado y la esperé. Como una hora más tarde sentí más que oí que entraba en la cabaña. Se detuvo en la puerta de mi habitación y se quedó mirándome la espalda unos minutos. Me moría de ganas de hablar con ella, pero quería darle espacio si lo necesitaba. Se quedó en mi puerta durante lo que me parecieron horas hasta que por fin se apartó y entró en su propia habitación. Dané, ¿por qué no puedes hablar conmigo?, me pregunté.
Me quedé tumbada, reflexionando durante horas sobre mi morena amiga y lo que había visto. Fuera lo que fuese lo que reconcomía a Dané, le estaba causando mucho dolor y a menos que hablara conmigo, yo no podía hacer nada para ayudarla. Oí la respiración acompasada de Dané y yo también intenté dormir un poco. Sin embargo, tardé mucho en quedarme dormida y cuando por fin lo conseguí, tuve sueños incoherentes en los que Dané me rogaba que la ayudara.
A la mañana siguiente me costó levantarme. Bueno, reconozco que siempre me costaba levantarme, pero este día fue peor que de costumbre. Por fin conseguí levantarme de mi estera y cogí dos plátanos del racimo que evidentemente Dané había colgado en la pared de la choza mientras yo dormía. Siempre hacía cosas así. Me detuve de repente, cuando ya me había comido la mitad del segundo plátano. Caí entonces en la cuenta de que nunca le había dado las gracias por cuidar tan bien de las dos. No era sólo que siempre recogía comida en abundancia para las dos, sino que además tenía pequeños detalles como buscar almejas y huevos de tortuga como regalos especiales cuando no me los esperaba.
A veces también se subía a un árbol monstruoso para traerme miel de una colmena inmensa que había allí como regalo. Una vez la vi prepararse para trepar al árbol, asombrada de que fuera a hacerlo siquiera. Dané se ató una fuerte liana a un tobillo y luego, después de pasarla alrededor del tronco del árbol, se la ató al otro tobillo. Hizo lo mismo con las manos. Luego saltó y a base de pura fuerza, fue arrastrando el cuerpo árbol arriba. Sus pies rodeaban el árbol con cada tirón y sus muslos no dejaban de aferrarse a la áspera corteza. Inocentemente, pensé que debía de tener los muslos muy fuertes y luego noté que me ponía colorada de vergüenza. El calor parecía acumularse en mis propios muslos. Para cuando logré controlarme, Dané había vuelto con el trozo de colmena. La reñí mientras devoraba mi golosina por ser tan insensata.
—¿Y si te caes? ¿O si te pican las abejas, Dané?
Como respuesta, sonrió con suficiencia y se encogió de hombros. Por supuesto, yo siempre le ofrecía un poco de miel. Ella siempre decía que no, ya que sabía que era lo que más me gustaba.
Siempre había pensado que en esta isla éramos iguales, aunque Dané era ahora la que más se dedicaba al acopio de comida. Era más porque le divertía que por otro motivo. Durante nuestras primeras semanas en la isla mi trabajo había sido no sólo recoger alimentos, sino además cocinar y ocuparme de la herida de Dané. Cuando se puso mejor, le encantaba explorar la isla. Cuando ya llevábamos allí seis meses, se conocía la isla del derecho y del revés. Era un lugar bastante pequeño: se podía recorrer de un extremo al otro en menos de tres horas.
Me quedé sentada en mi estera fingiendo escribir mientras pensaba en lo que le iba a decir cuando volviera. Sabía que no podía pensar siquiera en sacar el tema de lo que había visto. Lo que me preocupaba era por qué había estado llorando y si había algo, aparte de estar abandonadas en esta isla, que la estuviera inquietando. De repente se me ocurrió que a lo mejor yo estaba haciendo algo que molestaba a Dané. Tal vez estaba harta de estar conmigo. Yo disfrutaba muchísimo con la compañía y la conversación de Dané, por escasa que fuera esta última, y había dado por supuesto que ella sentía lo mismo con respecto a mí.
¿Estaría sacándola de quicio? Había dicho que era demasiado pegajosa y tocona. ¿Era cierto? Pensé en los momentos en que hablábamos. No podía evitar ponerle el brazo en la pierna o en su propio brazo cuando hablaba con ella. Es decir, era tan callada que quería asegurarme de que estaba prestando atención. Con frecuencia le estaba contando a Dané una historia o hablándole de esto o lo otro y me daba cuenta de que estaba sentada muy rígida. Entonces continuaba con lo que estaba diciendo, pero le frotaba la espalda o le daba un masaje en los hombros.
Oh, dioses, pensé. Sí que soy tocona y pegajosa. Me quedé allí con la boca abierta intentando no echarme a llorar. Ya sabía que hablaba demasiado, madre siempre decía que ésa era la razón de que estuviera siempre con la boca abierta. Si quería ponerme a hablar de algo, ya partía con ventaja.
Dejé a un lado mi cuaderno. Apuntar estos pensamientos en mis cuadernos era doloroso como poco. Salí de la cabaña pensando si debía o no intentar encontrar a Dané. Algo me decía que necesitaba estar sola un rato.
Pasé el resto del día limpiando nuestra cabaña y tejiendo esteras nuevas para que Dané y yo pudiéramos dormir en ellas. Hacia el anochecer fui a los sitios donde más le gustaba pescar a Dané para atrapar la cena. Cogí suficiente para las dos y también recogí un poco de fruta. Esperé a Dané, pero no regresó. Cociné el pescado y me lo comí. Puse la fruta en el rincón de la cabaña por si llegaba más tarde y me quedé dormida llorando.
A la mañana siguiente seguía sin haber señales de Dané. No parecía que se hubiera acercado siquiera a la cabaña. Pensé en volver a la cascada para asegurarme de que estaba bien, pero decidí que no, imaginándome ya el enfrentamiento. Empecé a enfadarme con Dané por no venir a casa. Hasta ahora siempre habíamos sido capaces de perdonarnos mutuamente. ¿Cómo podíamos superar esto si se negaba a hablar conmigo? El día fue avanzando y yo me ocupé de mis tareas, tratando de estar lo más cerca posible del campamento por si regresaba Dané. No lo hizo.
A la mañana siguiente, decidí construir un refugio al otro lado del arroyo. Era justo que Dané se quedara con éste, dado que esta cabaña prácticamente la había construido ella sola.
Tardé todo el día en construir una pequeña cabaña en un claro adecuado al otro lado del arroyo lejos de Dané. Si teníamos cuidado, no tendríamos que vernos mucho. La idea de que Dané no quisiera verme nunca me hacía daño. Echaba muchísimo de menos su presencia callada y fuerte y no estaba enfadada con ella. Sólo deseaba que me dijera qué había hecho para molestarla tanto que no quería volver a casa.

Empezaba a oscurecer en la isla y Dané no había regresado aún. Por fin trasladé todas mis cosas a mi nuevo alojamiento. 

jueves, 30 de octubre de 2014

La Isla 7

No recuerdo cuando empecé a encontrarme mal, pero me sentía cansada todo el tiempo. Dané empezó a tomarme el pelo por lo tarde que me levantaba o porque me quedaba sin aliento tan fácilmente al nadar. Se acercaba a mí y me decía que me estaba haciendo vieja y que más me valía empezar a hacer ejercicio o me iba a echar a perder. Fingía que me daba pellizcos en los rollitos de los costados. Por supuesto, no había nada que pellizcar. Ninguna de las dos tenía un solo gramo de grasa de más debido a nuestra dieta y al gran esfuerzo necesario sólo para sobrevivir. Yo ponía los ojos en blanco y le tomaba el pelo a ella por cualquier otra cosa.
No le dije a Dané cuando me empezó a doler de verdad el cuerpo. No quería asustarla. Estaba segura de que había pillado algún tipo de virus. Hacía varios días que dormía mal a causa de los dolores y molestias y estaba empezando a asustarme de verdad. Me quedaba sin aliento con nada y tenía un dolor de cabeza constante. Una noche me quedé despierta preguntándome si debía despertar a Dané para decirle que me dolía todo, pero descubrí que no me podía mover. Cerrando los ojos, floté entre los sueños que me habían atormentado desde que estábamos en la isla. Sueños sobre la cara preocupada de mis padres, los hombres responsables de dejarnos a la deriva, la cara de Dané mientras yacía inerte en el bote.
En cierto momento creí oír una bonita voz que me cantaba, reconfortándome y refrescándome. Oí la voz de Dané que me hablaba, rogándome que volviera y no la dejara. Quise decirle que no quería irme, pero no pude, de lo cansada que estaba.
Volví a flotar una vez más. Pensé que debía de estar soñando porque oía a Dané hablando conmigo. Esto era raro de por sí, pero en un momento pensé que también estaba llorando y desde que habíamos naufragado no la había visto llorar ni una sola vez. Me desperté y me la encontré con la cabeza sobre mi estómago, con el pelo extendido por encima de mi cuerpo. Conseguí agarrar débilmente un mechón de pelo y darle un suave tirón. Ella se sobresaltó y alzó los ojos enrojecidos para mirarme sin dar crédito.
—No llores —dije débilmente con voz áspera antes de que el agotamiento pudiera conmigo y volviera a sumirme en mis sueños.
Poco a poco noté que volvía a la superficie. Con los ojos aún cerrados, escuché un rato mientras ella me cantaba. No entendía las palabras, pero sonaba tan triste que quise consolarla. Casi gemí cuando un trapo frío me acarició primero la frente y el cuello ardientes. Luego los hombros y alrededor de los pechos y por fin fue bajando hacia mi estómago plano donde se detuvo un momento. Incluso en mi estado de debilidad noté la tensión del cuerpo de Dané mientras se planteaba darme un baño más completo.
Atontada, me pregunté si debía dejarle saber que estaba despierta. Despacio, el trapo bajó por mi estómago, por encima de las caderas y se detuvo. Oía la respiración entrecortada de Dané. Por fin, respiró hondo y colocó el trapo frío sobre mi sexo, limpiando la zona con delicadeza. Las delicadas atenciones de Dané me llegaron directas al centro. Gemí inconscientemente. Unos sollozos apagados fueron los que por fin me devolvieron por completo a la realidad. Al abrir los ojos, vi la expresión de sufrimiento de Dané mientras contemplaba mi cuerpo desnudo. Con sorprendente claridad, me di cuenta de lo incómoda que estaba. Abrí la boca para hablar, pero antes de poder hacerlo, me cubrió a ciegas con el destrozado chal hasta los hombros. Sin saber aún que estaba despierta, se levantó y salió corriendo de la choza. Quise llamarla, decirle que estaba bien. Pero tenía la voz demasiado ronca para que me oyera. Frustrada, sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas y me hundí una vez más en el olvido curativo.
Cuando volví a despertarme, Dané estaba allí. Me sonrió cuando abrí los ojos, poniéndome el paño frío en la frente. Esta vez, cuando me limpió el sudor del cuerpo, evitó por completo mis zonas inferiores.
—¿Qué me pasa? —pregunté roncamente.
—Shh, no hables —me reprendió suavemente—. Por lo que he podido deducir, has tenido una especie de neumonía. No estoy segura, pero creo que puede que hayamos complicado las cosas con nuestra alimentación.
—Pero comemos bien —dije ásperamente.
—¿Qué te he dicho de hablar, Gabrielle? —preguntó Dané con severidad. Siguió enjugándome el sudor del cuerpo desnudo mientras me explicaba lo que pensaba—. Tienes razón, comemos cosas sanas, pero es posible que no comamos todo lo que necesitamos para mantenernos fuertes. Para empezar, no tenemos carne. Mientras estabas enferma, he tenido tiempo de pensar en lo que podría sustituir algunas de las cosas que nos faltan en nuestra dieta. He encontrado unos tubérculos parecidos a patatas y unas verduras que podrían ayudarnos mucho. He hervido las verduras con las patatas y las he colado. Te he estado dando el caldo desde que caíste enferma y creo que ha ayudado. —Dané me enseñó las ricas verduras y los feos tubérculos naranjas que ella llamaba patatas. Me asombró que el brebaje de Dané no me hubiera matado y no digamos que me hubiera ayudado a recuperarme.
Pero me recuperé, y con las nuevas verduras y patatas en nuestra alimentación las dos confesamos que teníamos más energía. Durante mi convalecencia, Dané estuvo muy atenta conmigo. Sin embargo, a medida que yo mejoraba, más distancia parecía necesitar ella entre las dos. Me pregunté si algunas de las cosas que recordaba que había hecho y dicho mientras yo estaba enferma no eran más que alucinaciones deseosas de una mente febril.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Ocupábamos los días en la interminable búsqueda de comida y un refugio mejor. Dané era excelente a la hora de suministrar lo necesario. Ninguna de las dos carecía de nada que comer o beber, siempre había comida fresca en la choza y ella se había aficionado a pescar. Dané siempre estaba añadiendo cosas nuevas a nuestra pequeña cabaña. La verdad es que ya no se la podía considerar pequeña. Había dividido la choza en tres grandes habitaciones, dos dormitorios y un espacio de estar con un pequeño hoyo para una hoguera de interior, además de varias ventanas que se podían cerrar como postigos si llovía. Me sentí algo desilusionada cuando construyó nuestras habitaciones porque hasta entonces habíamos dormido pegadas para tener calor. Sí que me gustaba la intimidad de poder escribir sin preocuparme de que ella pudiera verlo, dado que además la mayor parte de lo que escribía era sobre ella. Ni Dané ni yo hablábamos ya de un rescate: era demasiado deprimente. Llevábamos en esta isla un año, cuatro meses y trece días y no había habido la menor señal de un rescate.
A Danté le pasa algo. Hace ya tiempo que le pasa algo, pero ahora parece que le afecta más. Siempre ha sido más bien solitaria y siempre he intentado respetar su necesidad de estar sola cuando surge. En un momento dado estábamos riendo y bromeando la una con la otra y al momento siguiente me decía que se iba a dar un paseo y desaparecía al instante. Admito que al principio me sentía herida, pero al cabo de un tiempo ni siquiera lo notaba ya, no era más que Dané con sus cosas. Y siempre volvía al cabo de una hora o dos con algo especial para mí, como una flor bonita, una concha, una piedra interesante o un poco de miel. Nunca le preguntaba dónde iba y ella nunca me daba información.
En los últimos cinco o seis meses las excursiones de Dané habían aumentado de frecuencia y de duración. Dané también había empezado a volverse cada vez más callada. Nunca había sido la mejor conversadora del mundo, en realidad era yo la que solía dominar nuestras conversaciones, pero estaba más callada incluso que de costumbre. Bueno, seguía sin desaprovechar una oportunidad de tomarme el pelo si se le presentaba. Pero había algo distinto, parecía distraída. Yo lo había atribuido a que echaba de menos su casa hasta hacía poco, cuando su habitual excursión de una vez por semana aumentó a dos y luego a tres.
Cometí el error de preguntarle a Dané dónde iba en esas ocasiones y se puso hecha una furia. Dijo que yo era demasiado tocona y pegajosa y que hablaba demasiado y que no era de extrañar que alguien necesitara descansar de mí de vez en cuando. El estallido fue tan inesperado y tan inmerecido que al instante se me llenaron los ojos de lágrimas. No voy a mentir y decir que Dané y yo no hubiéramos discutido anteriormente. De hecho, discutíamos con bastante regularidad, aunque sólo fuera por variar un poco nuestra vida. Pero Dané nunca me había atacado verbalmente como en este día concreto.
Asentí, me aparté de ella y me dirigí a mi parte de la cabaña antes de que me viera estallar en lágrimas.
—Ga...bri...elle, perdona. Por favor, déjame que te lo explique —me llamó por detrás mientras yo aceleraba el paso. Entré en mi parte de la cabaña y cerré la puerta. Estaba hecha de palos de bambú atados con lianas. Recuerdo ver a Dané construyendo las puertas. La observé mientras los músculos de la parte superior de su cuerpo se movían al ajustar y tirar de las lianas, entretejiéndolas con el bambú para que la puerta encajara bien. Aunque las puertas no impedirían que alguien entrara si realmente quería, nos daban a las dos intimidad cuando la queríamos.
La oí sofocar una maldición en francés cuando llegó ante mi puerta cerrada.
—Gabrielle, por favor, deja que hable contigo. Quiero disculparme.
—No. ¿Por qué no te vas a dar un paseo? — abrí la puerta y le dije con rabia— De hecho, si tanto deseas estar sola, ¿qué tal si me voy y construyo mi propia cabaña? Así no tendrás que oírme hablar todo el rato. ¿Qué te parece? —le pregunté con sarcasmo mientras me movía por mi habitación recogiendo mis escasas pertenencias, lo cual me llevó unos segundos. Al poco estaba lista para marcharme—. Aparta, por favor —ordené furiosa.
—No —dijo tajantemente, con rostro impasible.
—¿Cómo que no? —le pregunté con rabia.
—Que no —contestó de nuevo igual de tajante.
Decidí que si no se apartaba pasaría por encima de ella. Hay que tener en cuenta que Dané me sacaba sus buenos 15 centímetros, pero en ese momento estaba demasiado furiosa para planteármelo. Intenté pasar a su lado, pero siguió plantada tercamente en la puerta bloqueándome la salida.
—¡QUITA! —le grité enfurecida, empujándola por el hombro. Estaba ya hecha una furia y lo único que quería era que se quitara de en medio. Lo único que quería era salir de allí para poder lamerme las heridas en privado. Me resbaló una lágrima por la mejilla y me la sequé con rabia—. Escucha, pedazo de imbécil, te estoy dando lo que quieres, así que aparta el culo de mi camino. No quiero estar más contigo. —Sabía que me estaba comportando como una niña desagradable, pero estaba demasiado furiosa para que me importara.
Estaba a punto de perder los nervios. Decidí que iba a arrollar a Dané con todas mis fuerzas. Llegué incluso a bajar el hombro como un policía a punto de derribar una puerta. La golpeé con fuerza en el pecho, pero apenas se movió. Me rodeó el cuerpo con sus largos brazos y me levantó. Las dos nos estampamos contra el suelo. Ella aterrizó encima de mí con un golpe.
—¡SUÉLTAME! —grité, a punto de que me diera un ataque. Sabía que si no me marchaba deprisa, me pondría en ridículo al echarme a llorar.
—No —dijo suavemente contra mi pelo y yo me vine abajo mientras ella me tenía prisionera entre sus brazos. Estaba tan absolutamente furiosa con ella que casi me alegraba de que me tuviera sujetos los brazos. Quería estrangularla por hacerme daño y por hacer que me humillara delante de ella llorando.
—Maldita seas. ¿Por qué no dejas que me marche? —sollocé en su hombro. Apenas oí su respuesta porque tenía la cara hundida en mi cuello.

—Porque no puedo. —En su voz había tanta tristeza y dolor que me sentí mal por lo que le había dicho. Seguí sollozando durante un rato hasta que me sumí en un sueño agotado e inquieto en los brazos reconfortantes de Dané.