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miércoles, 10 de septiembre de 2014

La Isla

Era como si los dioses hubieran hecho que el día fuera perfecto especialmente para nosotros. Iba a ser el primer día de una travesía por el océano que nos llevaría de Europa a América. El cielo no podría haber estado más azul si lo hubiera pintado yo misma. Yo estaba emocionadísima, mi hermana pequeña Lilly no podía parar quieta y mi madre no dejaba de darse aire con el abanico. Padre parecía hablar más alto de lo normal. Los demás pasajeros parecían estar reaccionando también a la electricidad que había en el aire.
Me llamo Gabrielle, por cierto, y éste iba a ser mi primer viaje al extranjero. Era el año 1929. El barco era el Statendam III.
—Gabby, cierra la boca, niña, y ven aquí —me gritó madre cuando me quedé contemplando boquiabierta el inmenso barco.
Cerré la boca rápidamente y corrí para alcanzar al resto de mi familia. Madre siempre me estaba diciendo que cerrara la boca. No sé por qué, pero creo que respiro mejor con la boca abierta. Madre decía que como siguiera así, me iba a llevar al médico. Decía que parecía vulgar con la boca siempre abierta y que si seguía así, ningún joven querría cortejarme jamás. Si creía que eso me preocupaba, estaba muy equivocada.
Madre y padre nos condujeron por la pasarela hasta el barco. Una vez a bordo, los pasajeros eran divididos en grupos según sus apellidos. Nuestro apellido es Archer, de modo que fuimos de los primeros en ser guiados hasta nuestros camarotes. Madre y padre nos habían permitido a Lilly y a mí compartir una habitación para nosotras solas.
—¿Qué cama prefieres, Gabby? —preguntó Lilly, dando botes en una de las camas.
—Evidentemente, la de ahí, dado que tú ya has echado a perder los muelles de ésa.
Lilly se echó a reír y botó con más fuerza.
—Gabby, ¿crees que madre y padre nos dejarán nadar en la piscina? —preguntó Lilly por quinta vez en lo que iba de día.
—No lo sé, Lilly, pero más vale que vengas aquí y me ayudes a deshacer el equipaje si quieres salir a cubierta para saludar cuando zarpe el barco.
Con un último bote, Lilly se acercó para ayudarme a sacar nuestras cosas. Mientras deshacíamos el equipaje, dejé que mi mente repasara todo lo que nos dejábamos en Inglaterra. Mi mejor amiga, Elizabeth, era lo que más ocupaba mis pensamientos. Recordé cómo había llorado Elizabeth el día antes cuando nos despedimos.
—¿Me prometes que me escribirás, Gabby? —dijo sorbiendo.
—Te lo prometo, Lizbeth. Voy a escribir en un cuaderno todos los días y cuando esté lleno te lo enviaré. Será como si estuvieras allí conmigo, Lizbeth.
—Ya está todo, Gabby, ¿podemos ir ya? —exclamó Lilly con su habitual entusiasmo.
—¿Por qué no vas al lado para ver si madre y padre ya están listos?
Lilly salió volada por la puerta, dejándola abierta al correr al camarote de nuestros padres. Sonó un fuerte silbato. Según las pocas instrucciones que recibimos al subir a bordo, el silbato era para hacernos saber a todos que faltaban quince minutos para que zarpara el barco. Cerré la puerta y terminé a toda prisa de deshacer mi equipaje.
Cuando terminé de sacar mi ropa, abrí los cajones de Lilly y arreglé la suya. Al levantarme de los cajones, me vi en el espejo. Me miré con espíritu crítico. Me han dicho que tengo los ojos bonitos... son de un verde oscuro y turbio, como los de mi madre. He sacado el pelo rubio de mi padre, pero el suyo es liso, mientras que el mío es ondulado y me cuesta más mantenerlo peinado. Tengo la piel muy pálida y me quemo al más mínimo indicio de sol. Miré con más atención. Creo que tengo la nariz bonita, aunque madre dice que los agujeros son pequeños. Suspiré al apartarme del espejo. Casi todo el mundo creía que tenía doce años, cuando en realidad tenía dieciséis. Era humillante ser tan baja. Ni madre ni padre eran muy altos, así que no era probable que yo fuera a crecer mucho más.
Abrí la puerta de nuestro camarote justo a tiempo de ver pasar zumbando a una niña de seis años vestida con un mandil blanco.
—Gabby, vamos, que nos lo vamos a perder —gritó Lilly mientras corría por el pasillo hacia la cubierta de proa.
—Lilly —gritó madre—. Haz el favor de no correr. —Lilly regresó correteando hasta madre.
—Oh, madre, por favor, deprisa, no quiero perderme lo de decir adiós a todo el mundo.
Seguí despacio a mi familia. Creo que era la única que no estaba tan contenta con nuestro viaje. Me preguntaba qué estaría haciendo ahora Lizbeth. Cuando caminaba, rara vez me fijaba por dónde iba. Por desgracia y ante la consternación de madre, esto me había acarreado varios roces y golpes. ¡Plaf! Ay, por Dios, pensé mientras caía al suelo y acababa plantada sobre mi trasero, como ya venía siendo demasiado habitual.
Sacudí la cabeza para despejármela. Cuando me fui orientando de nuevo, me di cuenta de que me había chocado con una persona y no con un objeto inanimado.
—¿Estás bien? —preguntó una voz con un fuerte acento extranjero por encima de mí.
Eché despacio la cabeza hacia atrás, tratando de mirar a la persona delante de la cual acababa de hacer el ridículo. Seguí echándome cada vez más hacia atrás hasta que por fin llegué a un par de ojos azules duros pero llenos de diversión.
—He preguntado que si estás bien.
—Estooo... sí. Seguro que estoy bien —contesté por fin, dándome cuenta de que estaba siendo grosera.
Tras un esfuerzo por ponerme en pie, me presenté.
—Soy Gabrielle Archer.
Me quedé allí como una idiota, mirándola. Era la mujer más alta que había visto en mi vida, claramente más alta que mi padre, de largo pelo oscuro y los ojos más azules que había visto nunca. Era, en una palabra, bella. No supe qué decir a continuación. Noté que mi boca traidora se había abierto mientras la miraba y la cerré de golpe con un chasquido bien audible.
—Dané —soltó ella.
—¿Eh? —dije como una idiota.
—Mi nombre... es Dané Courtier.
—Ah... mmm, encantada de conocerte, Dané.
—¿No deberías irte? —me preguntó, ladeando ligeramente la cabeza—. ¿No se va a preocupar su familia por ti?
—Aaah, sí, supongo —farfullé—. ¿Tú no vas arriba a despedirte?
—No —declaró—. Ahí no hay nadie de quien deba despedirme, mi madre y mis hermanos están a bordo, así que no veo la necesidad de estar allí. Estaba regresando a mi camarote cuando te has chocado conmigo.
Me indigné.
—¿Que yo... me he chocado contigo? Más bien te has chocado tú conmigo...
—Tú eras la que no miraba por dónde iba. Te estabas mirando los zapatos justo antes de que nos chocáramos. ¿Qué ocurre? ¿Te has comprado zapatos nuevos para el viaje? —preguntó con sarcasmo.
—¿Qué? No —mentí—. Mira, vamos a olvidarlo. Si crees que ha sido culpa mía, me disculparé.
Dané sonrió burlona.
—Bien, ¿y por qué no lo haces?
—¿Por qué no hago qué?
—¿Por qué no te disculpas?
—Cómo... pero si acabo...
—No, no lo has hecho. Has dicho que te disculparías, pero todavía no lo has hecho.
Dané sonreía ahora ampliamente y yo me estaba irritando de mala manera.
—Muy bien, señorita Courtier, si se empeña en una disculpa más formal, se la ofreceré —solté indignada—. Señorita Courtier, me gustaría disculparme formalmente por chocarme con usted. —Ahora ya estaba furiosa, lo cual pareció causarle aún más diversión.
—Acepto sus disculpas —dijo con altivez, como si imitara mi tono—. Pero... —Y se inclinó hacia mí y me dio unas palmaditas en la cabeza, como si fuera una niña pequeña—. Tenga cuidado para que no vuelva a pasar. —Con una sonrisa amplia y maliciosa, se dio la vuelta y se alejó.
Me quedé mirándola, con la boca abierta por segunda vez en otros tantos minutos. Volví a cerrarla de golpe.
—Pero cómo... —Me di la vuelta furiosa justo al oír a la multitud que se despedía a gritos—. Oh, bueno. —Suspiré y seguí hasta la cubierta para buscar a mi familia.
Dadas las masas de gente, fue pura suerte que pudiera encontrar siquiera a mi familia.
—Aquí, Gabby —gritó Lilly, que estaba encaramada a hombros de mi padre para poder ver por encima de la gente. Me abrí paso hasta mi familia mientras el barco se apartaba despacio del muelle. Habíamos zarpado.
—¿Dónde estabas, Gabby? Nos estábamos empezando a preocupar —preguntó madre.
—Lo siento, madre. He vuelto a mi habitación para buscar mis prismáticos y no he podido encontrarlos. Para entonces ya era tarde.
No sabía por qué había mentido; no solía mentir a mis padres y menos a mi madre, que generalmente percibía una mentira de lejos.
—¿Estás segura de que no estabas en algún lado fantaseando? —preguntó mi madre.
Era una discusión habitual y yo no estaba dispuesta a tenerla en este momento.

—No, madre, no estaba fantaseando...

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