Vistas de página en total

lunes, 20 de octubre de 2014

La Isla 6

La herida de Dané siguió curándose muy deprisa. Al poco tiempo, ya se movía sin necesidad de mi ayuda. Se le había ocurrido la idea de hacer una marca en el bote por cada día que estuviéramos en la isla. Cuando llevábamos casi dos meses en la isla, decidimos que debíamos trasladarnos más hacia el interior. Dané se había dedicado a explorar los alrededores mientras yo escribía en mis cuadernos en el bote. Fue ella en realidad la que determinó que estábamos en una isla, lo cual explicaba por qué no habíamos visto a nadie desde que desembarcamos aquí.
Dané también había descubierto el arroyo que era la fuente de la charca donde nos bañábamos. Estaba entusiasmada con el arroyo porque tenía esa manía de no bañarse en la misma agua que bebía. Yo también estaba entusiasmada por dentro con el arroyo, pero no se lo dije.
Había empezado a hacer un calor insoportable en la isla. Dané me explicó que los árboles protegían las zonas cercanas al agua de los rayos directos del sol. De modo que allí hacía mucho más fresco. Pensaba que debíamos trasladarnos más cerca del agua y construir algún tipo de refugio.
—Pero Dané, ¿y si aparece un barco y no estamos...? —Incluso después de dos meses, yo todavía creía que nos encontrarían. Sabía que mi familia no dejaría de buscarme hasta que tuviera pruebas concluyentes de que estábamos muertas.
—Ya lo he pensado —contestó—. Podría poner una gran pila de leña allí, en esas rocas, y si vemos un barco, podemos encenderla. Y he pensado que si colocamos el bote de pie en la arena y atamos tela de mi vestido en un palo, eso alertará a alguien que nos esté buscando, ¿no crees?
Tras pensarlo un momento, estuve de acuerdo. Empezaba a hacer demasiado calor para estar en la playa sin protección contra el sol. Además, sería agradable no tener que caminar quince minutos sólo para bañarnos y beber agua fresca.
—Bueno, ¿y dónde vamos a dormir? —pregunté con irritación. No sé por qué le estaba planteando tantas dificultades, pero estaba de mal humor.
—Tendremos que construir un refugio. Hay muchos árboles y cosas que podríamos usar más cerca del arroyo.
Dané enterró casi toda la proa del bote en la arena hasta que estuvo segura de que el bote no se iba a caer por el viento. Hizo lo mismo con el palo. Ató un trozo de lo que le quedaba de vestido en el extremo del palo y me hizo un gesto para que nos pusiéramos en camino.
Yo iba varios pasos por detrás de Dané, como siempre que íbamos de excursión para buscar comida. Era la mejor forma que tenía de observarla sin que ella me observara a mí. Al parecer, Dané tenía una vena púdica, mientras que yo hacía tiempo que había prescindido de mi vestido y me pasaba los días en combinación. Dané se había aferrado a lo que le quedaba de vestido como una niña pequeña a su mantita. Aún más curioso era el hecho de que no parecía importarle quitarse el vestido para nadar, pero en cuanto terminaba, volvía a ponérselo. Yo fingía dormitar en las rocas para poder observar a Dané jugando desnuda en el agua.
Nuestros cuerpos habían sufrido ciertos cambios desde que estábamos en la isla. Sólo para recoger comida hacía falta fuerza. Ella siempre había sido tirando a delgada, pero daba la impresión de que su cuerpo se estaba haciendo más fuerte por las cosas que teníamos que hacer para seguir con vida hasta que nos rescataran. Probablemente al principio nuestras familias no nos reconocerían. Dané y yo estábamos casi tres veces más morenas que antes de llegar a la isla. Yo había perdido toda mi rechonchez infantil y el sol me había aclarado el pelo, por lo que lo tenía el doble de rubio que antes. Dané tenía el pelo del mismo color que siempre, pero o lo llevaba suelto por la espalda o en una larga trenza que le llegaba a la cintura. Ninguna de las dos nos habíamos molestado en recogernos el pelo desde que estábamos en la isla, a fin de cuentas allí no había nadie que pudiera escandalizarse salvo nosotras dos. Y por dentro, a mí me encantaba el aspecto de Dané con el pelo suelto. A veces cogía una pequeña flor silvestre y se la ponía en el pelo oscuro o hacía una guirnalda para colocársela en la cabeza. Ella sonreía con sorna y me ponía los ojos en blanco, pero me di cuenta de que todas las veces se dejaba las flores puestas hasta que nos acostábamos esa noche. Sin embargo, sí que advertí que incluso cuando hacía más calor en la isla, seguía negándose a quitarse el vestido.
Dané me llevó hasta la zona que estaba a pocos pasos del arroyo.
—Estaba pensando que aquí vale. —Señaló un terreno bastante plano al abrigo de dos de los árboles más grandes de la zona—. Me parece que está bastante cerca del arroyo y de la charca y no tendremos problemas para ir a cualquiera de los dos. —Me miró como si estuviéramos contemplando una finca de primera calidad. Me encogí de hombros y dije:
—Está bien.
—Muy bien —dijo con tono apagado—. Voy a buscar cosas para construir. ¿Por qué no te pones a escribir... o a dibujar o algo? Volveré pronto.
—Bueno, ¿quieres que vaya contigo? —pregunté—. Yo también puedo traer cosas.
—No —se apresuró a contestar—. No, no hace falta. Vuelvo enseguida. —Se marchó antes de que yo pudiera decir nada más.
Me senté a la sombra del árbol más cercano y saqué mis cuadernos para escribir. Me quedé un momento con una página en blanco delante de mí, pensando en los pocos meses que llevábamos en la isla. Dané no había hablado conmigo del rescate ni una sola vez. De hecho, si yo mencionaba algo al respecto, ella contestaba lo más deprisa posible y cambiaba de tema. Aún más curiosa era la costumbre que había adquirido de adentrarse sola en la jungla. No es que hubiera mucho que temer, pero cuando regresaba parecía más tranquila y yo no conseguía imaginar por qué necesitaba alejarse de ese modo.
Dané volvió al claro una hora más tarde y como ya había vaticinado yo, estaba mucho más tranquila que antes. Llevaba a rastras unos árboles pequeños para construir la estructura de nuestro refugio. Me levanté de un salto para ayudarla y recibí una leve sonrisa de alivio, que acepté como agradecimiento. Tardamos casi una semana, pero por fin teníamos un refugio bastante resistente que aguantaría las ráfagas de viento que a veces azotaban la isla. Dané decía que, a juzgar por la riqueza de la vegetación, no le sorprendería que lloviera mucho en los meses de invierno.
No pensaría que íbamos a estar tanto tiempo aquí, ¿verdad? Dané me miró y dijo que claro que no, pero no parecía convencida. Volvió a la tarea de enrollar las fuertes lianas que había cortado de unos árboles.
A los cinco meses y medio de estancia en la isla ya teníamos una rutina bien establecida. Nos despertábamos por la mañana y nadábamos en la charca, lavando la poca ropa que nos quedaba. Dané iba entonces en busca de fruta por la jungla, cosa que por cierto se le daba mucho mejor que a mí. Recuerdo que la primera vez que la vi trepar a un árbol me quedé de piedra. Simplemente saltó al árbol lo más alto que pudo, luego echó una pierna alrededor del árbol y usó la fuerza para subir el resto. Dejaba caer dos o tres cocos y luego se deslizaba hacia abajo más deprisa que al subir. Era asombroso, pero como con todo parecía pensar que era algo normal.
Dané nunca dejaba de asombrarme. Una de las muchas cosas que sabía hacer era pescar. Había conseguido fabricar una red con varias de las resistentes lianas que colgaban por el bosque. Y casi todas las noches traía de vuelta a la cabaña un gran pez o una langosta. A veces, como cosa especial, buceaba para coger algunas de las grandes ostras que abundaban en el fondo del mar. Siempre se aseguraba de que tuviéramos suficiente para comer y yo se lo agradecía. Fue después de una de estas expediciones de pesca cuando Dané regresó con lo que se iba a convertir en su atuendo habitual.
Había cogido lo que quedaba de su vestido destrozado y lo había partido en dos grandes cuadrados. Uno se lo enrolló alrededor de la esbelta cintura estilo sarong, dejando las largas piernas libres. El otro trozo se lo enrolló alrededor del pecho. Y así salió del bosque con una ristra de peces. ¡Dios! pensé y aparté la mirada rápidamente. No sabía dónde mirar. Estaba tan hermosa. Su piel, como la mía, se había bronceado por los efectos del sol tropical, haciendo que sus ojos azules destacaran aún más con su piel morena. Su pelo, aunque normalmente lo llevaba en una trenza que le caía por la espalda para evitar enganchárselo en el follaje al moverse, estaba ahora suelto y le llegaba casi a la cintura. Tenía la tripa plana como si se la hubieran esculpido en piedra. Tuve que volverme de nuevo al notar que la falda le colgaba de las caderas justo por debajo del ombligo. Tomé aliento para calmarme.
—¿Te pongo incómoda? —me preguntó tan bajito que casi no la oí.
—¿Eh? —pregunté, parpadeando al mirar aquellos profundos ojos azules.
—Te pregunto que si te pongo incómoda por cómo voy vestida.
—Mmm, no, ¿por qué piensas eso, Dané? Oye, que yo he estado corriendo por ahí prácticamente en ropa interior desde el día que llegamos.
—Sí, pero eso es porque usaste tu vestido para hacer vendas y para llevarme hasta la orilla.
Le había contado a Dané el horror de tener que nadar hasta la orilla una noche durante la cena. Se quedó sentada embelesada mientras le contaba cómo había conseguido burlar al mar.
—Es que así es mucho más fácil pescar —me explicó—. Y además, tampoco quedaba mucho vestido.
—No pasa nada, Dané. —Me acerqué a ella, le puse la mano en el brazo y la aparté de inmediato como si me hubiera quemado—. Creo que estás muy guapa —le dije e incluso conseguí sonreírle ligeramente. Ella me sonrió a su vez levemente y se puso a preparar el pescado para cocinarlo. Dané siempre limpiaba y preparaba el pescado antes de traerlo al campamento. Decía que usaba las entrañas como cebo, pero creo que lo hacía porque la primera vez que limpié una de sus pescas, acabé vomitando. Le prometí que no volvería a pasar, pero creo que no quería correr el riesgo.
Dané cogió el palo afilado que usábamos para colocar el pescado sobre el fuego para cocinarlo. Era una de las cosas que más me gustaba verle hacer. Me dijo que de niña había leído en un libro cómo se hacía. A mí todo aquello me resultaba pasmoso.
No mucho después de llegar a la isla, empecé a quedarme sin cerillas. Nos quedaban sólo tres cuando Dané dijo que se le había ocurrido una idea. Me preguntó si todavía tenía la vieja lata de tabaco que había usado para recoger agua de lluvia. Por algún motivo, había decidido quedarme con la lata y se la di. Soltó una exclamación de alegría al ver que tenía una tapa en el fondo.
—¿Qué vas a hacer con ella? —pregunté.
—Vamos a hacer fuego con ella —contestó con su sonrisa más suficiente—. Observa y pásmate —dijo como un animador de circo a un grupo de niños. Me cogió la bolsa y sacó las cerillas que quedaban, unas tiras de mi viejo vestido, la lata y el cuchillo. Lo miré con desagrado y ella me dijo que no me preocupara, que tener este cuchillo era lo que nos permitiría sobrevivir.
La miré totalmente pasmada mientras hacía un agujero en la tapa de la lata de tabaco. Luego cogió las tiras de tela y las cortó en ocho cuadrados iguales que colocó al fondo de la lata y luego la cerró con la tapa. Luego me hizo prender la que bien podría ser nuestra última fogata si lo que estaba planeando hacer no funcionaba. Colocó la lata al borde del fuego hasta que se puso muy caliente. Cuando pensó que ya estaba bastante caliente, apartó la lata del fuego con dos palos.
—Tienes que esperar a que deje de salir humo por arriba.
Asentí distraída. No sabía a qué venía todo esto, pero Dané se estaba divirtiendo así que intenté prestar atención. Cuando la lata se enfrió, Dané la abrió y miró dentro. Declaró que la tela calcinada del interior era perfecta para lo que necesitábamos.
—¿Y qué necesitamos? —le pregunté con impaciencia.
—Ahh, paciencia, pequeña. Primero necesitamos unas cuantas cosas. Quiero que recojas toda la hierba seca y ramitas que encuentres. Ahora mismo vuelvo, necesito una cosa más.
—Eh, espera, ¿dónde vas? —le pregunté exasperada. Odiaba las sorpresas y ella lo sabía, me estaba embaucando para volverme loca.
—Ya lo verás cuando vuelva —me contestó por encima del hombro.
Refunfuñando, fui en busca de hierba seca y ramitas, que, por cierto, no eran fáciles de encontrar en una isla tropical. Sin dejar de rezongar cuando volví, vi que Dané ya había regresado y estaba arrodillada junto al hoyo de nuestra hoguera. Desgraciadamente, el fuego que había prendido con una cerilla ya se había apagado y ahora sólo nos quedaban dos cerillas.
—Maldita sea —grité—. Debería haber echado leña al fuego antes de irme.
Dané sonrió burlona y me dijo que no me preocupara: si no se equivocaba, no necesitaríamos esas dos últimas cerillas.
Me hizo poner la hierba seca y las ramitas en el hoyo que usábamos para nuestras fogatas y luego añadió al montoncito un trozo de tela calcinada. Lo llamó carbón. Me limité a asentir y me pregunté en secreto si había perdido la cabeza. Me explicó que mientras nos aseguráramos de hacer siempre carbón, todo iría bien. Dané cogió un trozo de pedernal que evidentemente se había traído del arroyo. Entonces, con el cuchillo en la otra mano, empezó a golpear el cuchillo en ángulo y me quedé pasmada al ver que salían chispas. A los pocos minutos teníamos una llamita que alimentamos con palitos secos hasta que se convirtió en un buen fuego. Miré a mi compañera con la boca abierta.
—¿Cómo has hecho eso?
Me echó una de sus características sonrisas burlonas y contestó:

—Sé hacer muchas cosas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario