La herida de Dané siguió curándose muy deprisa. Al
poco tiempo, ya se movía sin necesidad de mi ayuda. Se le había ocurrido la
idea de hacer una marca en el bote por cada día que estuviéramos en la isla.
Cuando llevábamos casi dos meses en la isla, decidimos que debíamos trasladarnos
más hacia el interior. Dané se había dedicado a explorar los alrededores mientras
yo escribía en mis cuadernos en el bote. Fue ella en realidad la que determinó
que estábamos en una isla, lo cual explicaba por qué no habíamos visto a nadie
desde que desembarcamos aquí.
Dané también había descubierto el arroyo que era la
fuente de la charca donde nos bañábamos. Estaba entusiasmada con el arroyo
porque tenía esa manía de no bañarse en la misma agua que bebía. Yo también
estaba entusiasmada por dentro con el arroyo, pero no se lo dije.
Había empezado a hacer un calor insoportable en la
isla. Dané me explicó que los árboles protegían las zonas cercanas al agua de
los rayos directos del sol. De modo que allí hacía mucho más fresco. Pensaba
que debíamos trasladarnos más cerca del agua y construir algún tipo de refugio.
—Pero Dané, ¿y si aparece un barco y no estamos...?
—Incluso después de dos meses, yo todavía creía que nos encontrarían. Sabía que
mi familia no dejaría de buscarme hasta que tuviera pruebas concluyentes de que
estábamos muertas.
—Ya lo he pensado —contestó—. Podría poner una gran
pila de leña allí, en esas rocas, y si vemos un barco, podemos encenderla. Y he
pensado que si colocamos el bote de pie en la arena y atamos tela de mi vestido
en un palo, eso alertará a alguien que nos esté buscando, ¿no crees?
Tras pensarlo un momento, estuve de acuerdo.
Empezaba a hacer demasiado calor para estar en la playa sin protección contra
el sol. Además, sería agradable no tener que caminar quince minutos sólo para
bañarnos y beber agua fresca.
—Bueno, ¿y dónde vamos a dormir? —pregunté con
irritación. No sé por qué le estaba planteando tantas dificultades, pero estaba
de mal humor.
—Tendremos que construir un refugio. Hay muchos
árboles y cosas que podríamos usar más cerca del arroyo.
Dané enterró casi toda la proa del bote en la arena
hasta que estuvo segura de que el bote no se iba a caer por el viento. Hizo lo
mismo con el palo. Ató un trozo de lo que le quedaba de vestido en el extremo
del palo y me hizo un gesto para que nos pusiéramos en camino.
Yo iba varios pasos por detrás de Dané, como
siempre que íbamos de excursión para buscar comida. Era la mejor forma que
tenía de observarla sin que ella me observara a mí. Al parecer, Dané tenía una
vena púdica, mientras que yo hacía tiempo que había prescindido de mi vestido y
me pasaba los días en combinación. Dané se había aferrado a lo que le quedaba
de vestido como una niña pequeña a su mantita. Aún más curioso era el hecho de
que no parecía importarle quitarse el vestido para nadar, pero en cuanto
terminaba, volvía a ponérselo. Yo fingía dormitar en las rocas para poder
observar a Dané jugando desnuda en el agua.
Nuestros cuerpos habían sufrido ciertos cambios
desde que estábamos en la isla. Sólo para recoger comida hacía falta fuerza.
Ella siempre había sido tirando a delgada, pero daba la impresión de que su
cuerpo se estaba haciendo más fuerte por las cosas que teníamos que hacer para
seguir con vida hasta que nos rescataran. Probablemente al principio nuestras
familias no nos reconocerían. Dané y yo estábamos casi tres veces más morenas
que antes de llegar a la isla. Yo había perdido toda mi rechonchez infantil y
el sol me había aclarado el pelo, por lo que lo tenía el doble de rubio que
antes. Dané tenía el pelo del mismo color que siempre, pero o lo llevaba suelto
por la espalda o en una larga trenza que le llegaba a la cintura. Ninguna de
las dos nos habíamos molestado en recogernos el pelo desde que estábamos en la
isla, a fin de cuentas allí no había nadie que pudiera escandalizarse salvo
nosotras dos. Y por dentro, a mí me encantaba el aspecto de Dané con el pelo
suelto. A veces cogía una pequeña flor silvestre y se la ponía en el pelo
oscuro o hacía una guirnalda para colocársela en la cabeza. Ella sonreía con
sorna y me ponía los ojos en blanco, pero me di cuenta de que todas las veces
se dejaba las flores puestas hasta que nos acostábamos esa noche. Sin embargo,
sí que advertí que incluso cuando hacía más calor en la isla, seguía negándose
a quitarse el vestido.
Dané me llevó hasta la zona que estaba a pocos
pasos del arroyo.
—Estaba pensando que aquí vale. —Señaló un terreno
bastante plano al abrigo de dos de los árboles más grandes de la zona—. Me
parece que está bastante cerca del arroyo y de la charca y no tendremos
problemas para ir a cualquiera de los dos. —Me miró como si estuviéramos
contemplando una finca de primera calidad. Me encogí de hombros y dije:
—Está bien.
—Muy bien —dijo con tono apagado—. Voy a buscar
cosas para construir. ¿Por qué no te pones a escribir... o a dibujar o algo?
Volveré pronto.
—Bueno, ¿quieres que vaya contigo? —pregunté—. Yo
también puedo traer cosas.
—No —se apresuró a contestar—. No, no hace falta.
Vuelvo enseguida. —Se marchó antes de que yo pudiera decir nada más.
Me senté a la sombra del árbol más cercano y saqué
mis cuadernos para escribir. Me quedé un momento con una página en blanco
delante de mí, pensando en los pocos meses que llevábamos en la isla. Dané no
había hablado conmigo del rescate ni una sola vez. De hecho, si yo mencionaba
algo al respecto, ella contestaba lo más deprisa posible y cambiaba de tema.
Aún más curiosa era la costumbre que había adquirido de adentrarse sola en la
jungla. No es que hubiera mucho que temer, pero cuando regresaba parecía más
tranquila y yo no conseguía imaginar por qué necesitaba alejarse de ese modo.
Dané volvió al claro una hora más tarde y como ya
había vaticinado yo, estaba mucho más tranquila que antes. Llevaba a rastras
unos árboles pequeños para construir la estructura de nuestro refugio. Me
levanté de un salto para ayudarla y recibí una leve sonrisa de alivio, que
acepté como agradecimiento. Tardamos casi una semana, pero por fin teníamos un
refugio bastante resistente que aguantaría las ráfagas de viento que a veces
azotaban la isla. Dané decía que, a juzgar por la riqueza de la vegetación, no
le sorprendería que lloviera mucho en los meses de invierno.
No pensaría que íbamos a estar tanto tiempo aquí,
¿verdad? Dané me miró y dijo que claro que no, pero no parecía convencida.
Volvió a la tarea de enrollar las fuertes lianas que había cortado de unos
árboles.
A los cinco meses y medio de estancia en la isla ya
teníamos una rutina bien establecida. Nos despertábamos por la mañana y
nadábamos en la charca, lavando la poca ropa que nos quedaba. Dané iba entonces
en busca de fruta por la jungla, cosa que por cierto se le daba mucho mejor que
a mí. Recuerdo que la primera vez que la vi trepar a un árbol me quedé de
piedra. Simplemente saltó al árbol lo más alto que pudo, luego echó una pierna
alrededor del árbol y usó la fuerza para subir el resto. Dejaba caer dos o tres
cocos y luego se deslizaba hacia abajo más deprisa que al subir. Era asombroso,
pero como con todo parecía pensar que era algo normal.
Dané nunca dejaba de asombrarme. Una de las muchas
cosas que sabía hacer era pescar. Había conseguido fabricar una red con varias
de las resistentes lianas que colgaban por el bosque. Y casi todas las noches
traía de vuelta a la cabaña un gran pez o una langosta. A veces, como cosa
especial, buceaba para coger algunas de las grandes ostras que abundaban en el
fondo del mar. Siempre se aseguraba de que tuviéramos suficiente para comer y
yo se lo agradecía. Fue después de una de estas expediciones de pesca cuando
Dané regresó con lo que se iba a convertir en su atuendo habitual.
Había cogido lo que quedaba de su vestido
destrozado y lo había partido en dos grandes cuadrados. Uno se lo enrolló
alrededor de la esbelta cintura estilo sarong, dejando las largas piernas
libres. El otro trozo se lo enrolló alrededor del pecho. Y así salió del bosque
con una ristra de peces. ¡Dios! pensé y aparté la mirada
rápidamente. No sabía dónde mirar. Estaba tan hermosa. Su piel, como la mía, se
había bronceado por los efectos del sol tropical, haciendo que sus ojos azules
destacaran aún más con su piel morena. Su pelo, aunque normalmente lo llevaba
en una trenza que le caía por la espalda para evitar enganchárselo en el
follaje al moverse, estaba ahora suelto y le llegaba casi a la cintura. Tenía
la tripa plana como si se la hubieran esculpido en piedra. Tuve que volverme de
nuevo al notar que la falda le colgaba de las caderas justo por debajo del
ombligo. Tomé aliento para calmarme.
—¿Te pongo incómoda? —me preguntó tan bajito que
casi no la oí.
—¿Eh? —pregunté, parpadeando al mirar aquellos
profundos ojos azules.
—Te pregunto que si te pongo incómoda por cómo voy
vestida.
—Mmm, no, ¿por qué piensas eso, Dané? Oye, que yo
he estado corriendo por ahí prácticamente en ropa interior desde el día que
llegamos.
—Sí, pero eso es porque usaste tu vestido para
hacer vendas y para llevarme hasta la orilla.
Le había contado a Dané el horror de tener que
nadar hasta la orilla una noche durante la cena. Se quedó sentada embelesada
mientras le contaba cómo había conseguido burlar al mar.
—Es que así es mucho más fácil pescar —me explicó—.
Y además, tampoco quedaba mucho vestido.
—No pasa nada, Dané. —Me acerqué a ella, le puse la
mano en el brazo y la aparté de inmediato como si me hubiera quemado—. Creo que
estás muy guapa —le dije e incluso conseguí sonreírle ligeramente. Ella me
sonrió a su vez levemente y se puso a preparar el pescado para cocinarlo. Dané
siempre limpiaba y preparaba el pescado antes de traerlo al campamento. Decía
que usaba las entrañas como cebo, pero creo que lo hacía porque la primera vez
que limpié una de sus pescas, acabé vomitando. Le prometí que no volvería a
pasar, pero creo que no quería correr el riesgo.
Dané cogió el palo afilado que usábamos para
colocar el pescado sobre el fuego para cocinarlo. Era una de las cosas que más
me gustaba verle hacer. Me dijo que de niña había leído en un libro cómo se
hacía. A mí todo aquello me resultaba pasmoso.
No mucho después de llegar a la isla, empecé a
quedarme sin cerillas. Nos quedaban sólo tres cuando Dané dijo que se le había
ocurrido una idea. Me preguntó si todavía tenía la vieja lata de tabaco que
había usado para recoger agua de lluvia. Por algún motivo, había decidido
quedarme con la lata y se la di. Soltó una exclamación de alegría al ver que
tenía una tapa en el fondo.
—¿Qué vas a hacer con ella? —pregunté.
—Vamos a hacer fuego con ella —contestó con su
sonrisa más suficiente—. Observa y pásmate —dijo como un animador de circo a un
grupo de niños. Me cogió la bolsa y sacó las cerillas que quedaban, unas tiras
de mi viejo vestido, la lata y el cuchillo. Lo miré con desagrado y ella me
dijo que no me preocupara, que tener este cuchillo era lo que nos permitiría
sobrevivir.
La miré totalmente pasmada mientras hacía un agujero
en la tapa de la lata de tabaco. Luego cogió las tiras de tela y las cortó en
ocho cuadrados iguales que colocó al fondo de la lata y luego la cerró con la
tapa. Luego me hizo prender la que bien podría ser nuestra última fogata si lo
que estaba planeando hacer no funcionaba. Colocó la lata al borde del fuego
hasta que se puso muy caliente. Cuando pensó que ya estaba bastante caliente,
apartó la lata del fuego con dos palos.
—Tienes que esperar a que deje de salir humo por
arriba.
Asentí distraída. No sabía a qué venía todo esto,
pero Dané se estaba divirtiendo así que intenté prestar atención. Cuando la
lata se enfrió, Dané la abrió y miró dentro. Declaró que la tela calcinada del
interior era perfecta para lo que necesitábamos.
—¿Y qué necesitamos? —le pregunté con impaciencia.
—Ahh, paciencia, pequeña. Primero necesitamos unas
cuantas cosas. Quiero que recojas toda la hierba seca y ramitas que encuentres.
Ahora mismo vuelvo, necesito una cosa más.
—Eh, espera, ¿dónde vas? —le pregunté exasperada. Odiaba
las sorpresas y ella lo sabía, me estaba embaucando para volverme loca.
—Ya lo verás cuando vuelva —me contestó por encima
del hombro.
Refunfuñando, fui en busca de hierba seca y
ramitas, que, por cierto, no eran fáciles de encontrar en una isla tropical.
Sin dejar de rezongar cuando volví, vi que Dané ya había regresado y estaba
arrodillada junto al hoyo de nuestra hoguera. Desgraciadamente, el fuego que
había prendido con una cerilla ya se había apagado y ahora sólo nos quedaban
dos cerillas.
—Maldita sea —grité—. Debería haber echado leña al
fuego antes de irme.
Dané sonrió burlona y me dijo que no me preocupara:
si no se equivocaba, no necesitaríamos esas dos últimas cerillas.
Me hizo poner la hierba seca y las ramitas en el
hoyo que usábamos para nuestras fogatas y luego añadió al montoncito un trozo
de tela calcinada. Lo llamó carbón. Me limité a asentir y me pregunté en
secreto si había perdido la cabeza. Me explicó que mientras nos aseguráramos de
hacer siempre carbón, todo iría bien. Dané cogió un trozo de pedernal que
evidentemente se había traído del arroyo. Entonces, con el cuchillo en la otra
mano, empezó a golpear el cuchillo en ángulo y me quedé pasmada al ver que
salían chispas. A los pocos minutos teníamos una llamita que alimentamos con
palitos secos hasta que se convirtió en un buen fuego. Miré a mi compañera con
la boca abierta.
—¿Cómo has hecho eso?
Me echó una de sus características sonrisas
burlonas y contestó:
—Sé hacer muchas cosas.
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