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sábado, 20 de septiembre de 2014

La Isla 3

Al entrar en el salón de baile, me quedé impresionada por el ambiente. Como habían retirado la mayoría de las mesas del comedor, el lugar tenía un aire asombrosamente palaciego. Había siete arañas inmensas a lo largo de toda la pista de baile. Los suelos de mármol estaban pulidos con la perfección de un espejo y una orquesta tocaba suavemente al fondo. Empecé a lamentar mi decisión de llegar con retraso. Casi todo el mundo había formado ya grupos y estaba conversando. Me quedé allí sin saber qué hacer, sintiéndome fuera de lugar.
—A lo mejor no ha sido una buena idea —rezongué.
—¡Gabrielle! —llamó Edward desde un grupo de jóvenes colocado estratégicamente cerca del ponche y las mesas de aperitivos.
—Edward... hola —murmuré con entusiasmo.
Los ojos de Edward se iluminaron al oír mi tono de voz. Más tarde averigüé que se había pasado toda la tarde hablando de la chica que había conocido en cubierta. Edward había tenido que soportar las burlas de sus hermanos durante la última hora. Empezaba a temer que yo no fuera a aparecer.
—Gabby, me gustaría presentarte a mi hermano Tomas y a mi hermana Dané.
Apenas conseguí evitar reaccionar cuando Edward me presentó a Tomas y Dané. Esperé a que ella comentara que ya nos conocíamos, pero no hubo tal comentario. De modo que asentí cortésmente y dirigí a Edward una sonrisa excesivamente animada. Era evidente que él estaba encantado y empezó a darme pena. Aunque parecía un buen chico, yo sabía que no me interesaba nada que no fuera una amistad.
—Gabby, ¿te pongo un poco de ponche o tal vez tarta? —Edward me cogió del codo y me condujo con habilidad hasta la mesa del banquete.
—Me encantaría, Edward —contesté en voz baja.
Saboreé mi ponche tranquilamente y Edward hizo lo mismo. Mis ojos se veían arrastrados como por un imán hacia los claros ojos azules de Dané Courtier, que ahora era el centro de atención de la fiesta. Observé mientras tres guapos jóvenes competían amablemente por la atención de Dané. Ante mi gran sorpresa, ella parecía divertirse con las tonterías de los jóvenes. Su sonrisa era tan hermosa y atractiva que no podía quitarle los ojos de encima.
—Qué guapa es —murmuré sin darme cuenta.
—Sí que lo es —asintió Edward con franqueza—. Ha sacado lo mejor de madre y padre. Tomas y yo nos quedamos con las sobras.
En broma, le di una palmada a Edward en el brazo.
—Oh, yo no diría eso, guapetón.
Edward echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, con una gran sonrisa muy parecida a la de su hermana y, sin embargo, muy distinta.
—¿Bailamos, Gabby? —preguntó Edward.
—Sí, Edward, me encantaría bailar contigo.
Solté una risita cuando Edward se inclinó como un caballero e hizo grandes aspavientos al sacarme a la pista de baile. Cuando Edward empezó a dirigirme en el baile, sentí que los pelillos de la nuca se me ponían de punta. Cuando ya llevábamos bailando casi una hora, levanté la mirada y vi que los tres posibles pretendientes de Dané seguían intentando hacerse con la atención exclusiva de ésta. Involuntariamente, tomé aire con fuerza cuando los ojos azules se encontraron con los míos. No comprendía lo que estaba viendo, pero sabía con toda seguridad que tenía que descubrirlo. La sonrisa distraída que tenía Dané en la cara cuando la pillé mirándome estaba desapareciendo despacio, sustituida por otra cosa. Una cosa que no conseguía encajar y que no comprendía. Era hambre o tal vez necesidad... no lograba dar con ello. Desapareció tan deprisa que empecé a creer que me lo había imaginado todo.
—¿Gabby? —Por el tono de voz de Edward era evidente que me había perdido algo.
—Perdona, Edward, creo que me se me ha ido el santo al cielo. ¿Me decías algo?
—Te he preguntado que si lo estabas pasando bien —inquirió de nuevo con una sonrisa curiosa.
—Oh, sí, Edward. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que pareces muy distraída.
—Lo estoy pasando estupendamente, gracias, Edward. Supongo que estoy un poco cansada, con eso de haber empezado el viaje y todo. —Sofoqué un bostezo.
—Lo entiendo, yo también estoy un poco cansado.
Al terminar la música, Edward me condujo de nuevo hasta el cuenco del ponche.
—¿Más ponche, Gabby? —preguntó Edward con tono caballeroso.
—No, gracias, Edward. En realidad, si no te importa, me gustaría retirarme. Me encuentro algo cansada.
—Por supuesto, Gabby, siento haberte obligado a quedarte hasta tan tarde. Gracias por el baile, espero que podamos hacerlo de nuevo alguna vez —dijo Edward con timidez.
Sonreí cuando Edward me besó la mano suavemente. Era un buen chico de verdad.
—¿Puedo acompañarte hasta tu habitación, Gabby? —preguntó Edward esperanzado.
Recordé la reacción excesivamente entusiasta que había tenido Edward conmigo y decidí que tal vez había permitido que esto fuera un poco demasiado lejos.
—Edward, ¿por qué no te quedas un poco más? Seguro que hay alguna joven agradable a la que puedes hacer objeto de tus infinitos encantos —le dije tomándole el pelo.
Los ojos de Edward mostraron su desilusión.
—Gabby, no me importa acompañarte hasta tu habitación, yo mismo estoy un poco cansado.
—Tonterías, Edward, insisto en que te quedes y te diviertas. Me sentiría muy mal si no pudieras divertirte por mi causa.
Sabía que no había forma de que Edward pudiera seguir insistiendo después de eso, de modo que me despedí de él agitando la mano con aire travieso y me dirigí a mi habitación.
Llamé ligeramente a la puerta de mis padres. A los pocos segundos, madre abrió la puerta, hablamos un poco sobre el baile, le di un beso en la mejilla y seguí hasta mi propia habitación.
Una vez allí, me dejé caer en la butaca y suspiré. No le había dicho la verdad a Edward. La verdad era que no estaba tan cansada, sólo quería estar sola. Sentía la necesidad de escribir en mi cuaderno y dibujar las imágenes de la maravillosa velada que seguían flotando por mi mente. Decidí rápidamente que me llevaría los cuadernos a la cubierta y escribiría allí. Pensé que con la luz de la luna llena, además de los faroles encendidos aquí y allá por la cubierta, tendría luz más que suficiente para dibujar. Abrí mi baúl y saqué mi bolsita, mis cuadernos, los carboncillos y cerillas, además de mis útiles de escribir, y me dirigí a la cubierta.
Fuera hacía una noche preciosa. La luna estaba tan llena y brillaba tanto que el agua relucía como plata fundida en la estela del barco. Decidí que iba a intentar plasmar esta bella imagen, con la esperanza de poder hacerle justicia. Tras instalarme en una cómoda silla de cubierta, me puse a dibujar. Cuando llevaba en ello casi un cuarto de hora, oí una voz grave pero suave que decía en tono bajo:
—¿Por qué estás aquí sentada sola?
Sentí un estremecimiento al darme la vuelta. Era Dané. Llevaba algo que parecía un chal sobre los hombros y parecía haber estado disfrutando de un paseo por cubierta al encontrarse conmigo.
Levanté mis cuadernos tontamente y expliqué:
—Quería dibujar un poco.
No comprendía por qué esta mujer, o más bien chica, me ponía tan nerviosa, por qué tenía algo que me resultaba tan familiar.
—¿Me dejas ver? —preguntó Dané.
Sin decir nada, le pasé el cuaderno para que lo mirara.
Esperé nerviosa mientras estudiaba con ojo crítico el dibujo y luego, antes de que pudiera detenerla, se puso a volver rápidamente las hojas de mi cuaderno, deteniéndose por fin en la única página que yo no quería que viera. Con una ceja arqueada pasó la mirada de mí al dibujo sin terminar. Cualquier idea de que pudiera no reconocerse desapareció por la borda cuando enarcó esa reveladora ceja. Estoy perdida, pensé lúgubremente.
Cerró el cuaderno y me lo devolvió. Se dio la vuelta y dándome la espalda, me pidió, no, más bien me ordenó:
—Ven a pasear conmigo. —Y luego, como de pasada—: ¿Por favor?
Echó a andar con su paso largo y decidido. Me levanté de un salto rápidamente, metí el cuaderno y los carboncillos en mi bolsa y salí deprisa tras ella.
Por primera vez, maldije mi corta estatura, ya que casi tuve que correr para igualar su larga zancada. Por fin la alcancé a base de dar dos pasos por cada uno de los de ella.
—Dané, ¿es que tienes que caminar tan rápido? —Resoplé por fin enfadada—. ¿Qué sentido tiene que me pidas que pasee contigo si me vas a dejar atrás?
—Oh... Yo... Perdón. —La joven normalmente estoica parecía preocupada por algo.
—¿Va todo bien? ¿Necesitabas hablar conmigo sobre algo?
—Sí —dijo. Se detuvo bruscamente y tan deprisa que casi me choqué con su espalda—. ¿Cuáles son tus intenciones con respecto a Edward? —preguntó de repente.
—¿Mis... mis... intenciones con respecto a Edward? —pregunté sin dar crédito.
Ella asintió moviendo la cabeza con decisión.
Por supuesto, no me enfrenté a la situación debidamente. Me dio un ataque de risa.
—Oh, oh, lo siento.
—A mí no me parece que tenga gracia —dijo ella, con un tono tan grave que casi era un gruñido.
Mi risa cesó y me quedé mirando una cara endurecida, pero que seguía siendo hermosa.
Me quedé allí plantada con la boca abierta mientras intentaba decidir qué debía hacer para rectificar la situación.
Dané se giró en redondo y echó a andar, alejándose rápidamente de mí.
—Dané... Dané, por favor, perdona, por favor, no te vayas. Perdona —repetí, agarrándola del brazo y obligándola a darse la vuelta—. Dané, por favor, lo siento muchísimo. —Noté que me caían lágrimas por las mejillas. Por alguna razón desconocida, no quería que pensara mal de mí.
Se acercó a mí y me miró a la luz de la luna. Yo me miré los zapatos y me levantó la cabeza hacia ella.
—¿Por qué lloras? —Su acento se había hecho mucho más marcado al hacer la pregunta.
—No quiero que te enfades conmigo —contesté con franqueza—. Es que nunca me han preguntado cuáles eran mis intenciones hacia un joven. Normalmente es al revés, ¿no?
—Supongo —contestó Dané con una sonrisa forzada.
—Dané, me cae bien tu hermano, parece un joven agradable, pero sólo lo conozco desde hace un día. Y no estoy dispuesta a comprometerme con nadie, especialmente después de un solo día. ¿Lo comprendes? —pregunté suavemente, temerosa de que todavía estuviera molesta conmigo.
Dané soltó un pequeño suspiro. ¿Era alivio o desengaño?
—Sí, creo que sí.
—Bien, entonces, ¿qué pasa con ese paseo que me has prometido?
—Por supuesto —afirmó y me indicó que la cogiera del brazo mientras continuábamos nuestro paseo. Esta vez Dané hizo un esfuerzo por acompasar su paso al mío. También insistió en que me pusiera su chal. Cuando lo rechacé, ella me dijo riendo que no sabía por qué lo había cogido, porque nunca pasaba frío. Me arropé de buen grado en el cálido chal, aspirando inconscientemente el dulce aroma especiado que era Dané. Continuamos agradablemente unos minutos más, hasta que me vi obligada a disimular un bostezo.
—Se está haciendo muy tarde —dijo Dané en voz baja—. Tal vez deberíamos irnos las dos a la cama.
—Gracias por el paseo, ha sido muy refrescante —dije como una idiota. Sentí que me ardía la cara al tiempo que la comisura de la boca de Dané se alzaba en una sonrisa. Se inclinó hacia mí y dijo:
—Bueno, me alegro de que estés... refrescada.
—Eeeh... sí —dije nerviosa—. Será mejor que me vaya.
—Buenas noches, Ga...bri...elle.

Me estremecí por la forma en que pronunció mi nombre mientras regresaba distraída a mi habitación. ¿Qué es lo que tiene que me deja tan inquieta? Meneé la cabeza cuando mis pensamientos empezaron a descontrolarse. Me pregunté qué había oculto tras la capa de indiferencia que la cubría tan bien.

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