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domingo, 5 de octubre de 2014

La Isla 4

Salí bruscamente de mi ensimismamiento a causa de una desagradable peste y el no menos desagradable dueño de dicha peste.
—Vaya, hola. Nate, mira esto.
—Jack, parece que tenemos a una jovencita que ha venido a jugar con nosotros.
Me pregunté estúpidamente si era posible que alguien tuviera los ojos gordos. Porque el cuerpo de este hombre era inmenso. Se me plantó justo delante, respirando con tanta dificultad que temí que fuera a morir ante mis propios ojos.
—¿Tú qué dices, niña? —preguntó el gordo, acariciándome el brazo con un grueso dedo.
—Estooo…, no, gracias. Estoy muy cansada. Estaba volviendo a mi habitación. —Empecé a apartarme de aquellos dos.
El bajito y sucio con cara de rata se lamió los labios y empezó a avanzar, frotándose las manos sudorosas en los pantalones por la excitación.
Me di cuenta demasiado tarde que había subestimado al gordo, que se lanzó rápidamente hacia mí y me agarró de los brazos, tirando de mí hacia él. Su aliento rancio empapado en alcohol cayó sobre mi cara.
—¿Qué creen que están haciendo? —exclamé.
—Vamos, monada, sólo queremos divertirnos un poco. Te prometo que tú también te lo pasarás bien.
Entonces, con total consternación por mi parte, pegó su boca apestosa a la mía. Me quedé paralizada del pasmo y el asco. Reaccioné mordiendo con toda la fuerza que pude la gruesa lengua que intentaba meterse en mi boca. El gordo chilló mientras yo seguía mordiéndole la sucia lengua. Su maloliente amigo con cara de rata se quedó pasmado y por fin logró apartarme de un empujón.
Eché a correr en la dirección por donde se había ido Dané, pero mis largas faldas me impedían correr todo lo deprisa que podía. Cuando acababa de doblar una esquina, me empujaron por detrás. Mi perseguidor y yo caímos de bruces con estruendo. Me golpeé de lleno en la cabeza con la cubierta y me desmayé.
Debí de estar sin sentido unos pocos segundos porque cuando volví en mí, el hombre con cara de rata estaba sentado a horcajadas encima de mí e intentaba levantarme las faldas para llegar a mis bragas. El gordo me sujetaba contra el suelo por los hombros. Estaba totalmente indefensa ante estos dos que pretendían deshonrarme.
—Oh, Dios, por favor —sollocé—. Por favor, no hagáis esto —les rogué mientras me debatía contra las manos que me sujetaban los hombros.
De repente, las manos dejaron de sujetarme y conseguí quitarme de encima al hombrecillo con cara de rata. Me levanté débilmente, con la cabeza dando vueltas, y vi que el gordo luchaba con una figura alta y oscura entre las sombras. Oí un grito sofocado y algo que sonó como un hueso al romperse. Observé la escena que se desarrollaba ante mí como si fuera una espectadora inocente que no estuviera implicada en absoluto.
Me dolía la cabeza horriblemente y me apoyé para sostenerme en un bote salvavidas que colgaba de una soga al costado del barco. Levanté los ojos justo a tiempo de ver la cara de rata sacarse algo reluciente del bolsillo trasero de los pantalones y acercarse por detrás a los dos combatientes entre las sombras. Abrí la boca para gritar una advertencia cuando el cara de rata acuchilló sin piedad a mi protector en la espalda con el objeto. Mi protector se tambaleó hacia delante. Al hacerlo, distinguí su cara a la luz de la luna.
—Dané —gemí cuando cayó de rodillas delante de mí, con ojos suplicantes.
—Ve... vete —murmuró. Se le pusieron los ojos en blanco y luego se cerraron. Cayó de bruces sobre la cubierta con un golpe.
—Dané —gemí de nuevo mientras todo a mí alrededor se iba quedando negro.
Recuperé el conocimiento acompañada por el ruido de mis dos atacantes discutiendo.
—No tenías por qué matarla, idiota.
—No estaba intentando matarla, sólo quería quitártela de encima. Tú eras el que chillaba como un puñetero bebé.
—Es que esa zorra me ha roto la nariz.
—¿Qué demonios vamos a hacer con esto? El capitán nos va a matar como lo descubra.
—No puede descubrirlo, al menos hasta que nos hayamos marchado de este barco.
—¿Qué hacemos? —lloriqueó el cara de rata—. Seguro que las dos nos pueden identificar.
—No, si nadie sabe dónde están.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el cara de rata.
—Quiero decir que ésa ya está muerta. ¿Y si las tiramos a las dos por la borda?
—Yo no voy a matar a nadie, Nate.
—Pues tengo algo que decirte, amigo, ya lo has hecho.
—Bueno, eso ha sido un accidente, además, estaba intentando salvarte la vida.
—A ver qué le parece al capitán cuando se lo expliques.
—Bueno, ¿qué hacemos? No voy a matar a nadie más.
El gordo se quedó pensando un momento.
—¿Y si las metemos en ese bote salvavidas y las dejamos a la deriva? Ya será por la mañana antes de que nadie se dé cuenta y pasarán días hasta que echen de menos el bote.
—¡Qué buena idea! —chilló el cara de rata.
—Vamos, ayúdame con ésta —gruñó el gordo, y el cara de rata y él levantaron a Dané bruscamente y la depositaron en el bote salvavidas.
Apenas conseguí evitar encogerme cuando noté que sus sucias manos me levantaban y me depositaban con igual brusquedad al lado de Dané.
—Toma, ésta es la bolsa de la bajita.
Sentí que los cuadernos me golpeaban dolorosamente las rodillas cuando mi bolsa cayó al bote con Dané y conmigo.
—A ver, ¿dónde está ese cuchillo, Jack?
Sentí que el miedo me atenazaba al pensar que tal vez fuera a acuchillarnos antes de bajar el bote, pero en cambio lo oí gruñir por encima de nosotras mientras intentaba cortar los nudos que sujetaban nuestro bote.
—Eh, espera. No los cortes, bájalas al agua, así se notará menos.
El gordo asintió con un gruñido y nos bajó al océano.
—Eh, líbrate de ese cuchillo —le dijo el gordo al cara de rata—. Está cubierto de la sangre de la alta.
No pude evitar encogerme cuando oí el ruido del cuchillo al caer en el bote a mi lado.
—Oye, ésa se ha movido, la he visto.
—¿Y qué más da? Ya nos habremos ido antes de que esas dos tengan ocasión de contárselo a nadie. Si es que tienen ocasión de contarlo.
Noté que el pequeño bote se mecía con la corriente. Me atravesó una punzada de miedo al pensar que íbamos a quedar a la deriva. Pensé en gritar pidiendo ayuda, pero luego recordé que los hombres habían estado a punto de acabar con Dané y conmigo hacía apenas un momento. Oí vagamente la música de la banda que iba desvaneciéndose. La corriente se apoderó del pequeño bote y nos dejó a la deriva en la estela del barco mucho más grande.
Estoy viva, pensé entusiasmada. Traté de mover las manos débiles y me topé con un cuerpo blando a mi lado.
Dané, pensé. Intenté sentarme, pero la cabeza me estallaba de dolor. Caí hacia delante y acabé con la cabeza en el hombro de Dané.
—Por favor, no me dejes —susurré al hundirme en la oscuridad bienhechora que era la inconsciencia.
Lo primero de lo que fui consciente fue del ruido, o más bien debería decir la falta de ruido, y el calor. Antes de abrir siquiera los ojos noté que iba a tener la cara y las manos muy quemadas. Me quedé allí tumbada un momento, temiendo abrir los ojos. Dané, pensé. Sin duda tenía que estar muerta. Un leve gemido fue lo único que logré emitir. Sentía de verdad que no podía hacer otra cosa más que quedarme allí tumbada y dejar que el destino siguiera su curso. Dané debería haber dejado que me tomaran. Al menos estaría viva.
Una vocecita dentro de mi cabeza preguntó: ¿Y si no está muerta, Gabby? Esto me hizo abrir los ojos de golpe como reflejo y al instante deseé no haberlo hecho. Una luz tan deslumbrante que estaba segura de que me había dejado ciega asaltó mis ojos. Cerré los párpados de golpe y me tapé los ojos con el brazo. Me quedé allí sufriendo hasta que el escozor que tenía detrás de los párpados cedió lo suficiente como para que intentara incorporarme en el bote que se mecía suavemente. Volví a abrir los ojos con cautela.
—Dané —grazné. Mis labios protestaron por el movimiento rajándose en varios puntos, pero no hice caso. Dané no tenía buen aspecto. Si no estaba muerta ya, no tardaría en estarlo.
Noté por primera vez que estaba echada en un charco de su propia sangre que ahora se estaba coagulando en el bote debajo de su vestido. Su piel estaba pálida y sin vida. No sé si alguna vez he tenido más miedo en mi vida que en ese momento.
Me acerqué a Danté todo lo deprisa que pude sin hacer que el bote se bamboleara demasiado.
Aunque no tenía la piel quemada, sus labios, como los míos, estaban cortados. Le puse la mano encima de la boca y sollocé de alivio al notar su ligera respiración. Rápidamente, arranqué una larga tira de tela de mi vestido y mojé la tela en el agua asomándome por la borda. Le puse la tela hecha una bola detrás del cuello, con la esperanza de enfriarle la piel febril.
Por primera vez empecé a fijarme en lo que nos rodeaba. Sólo veía agua. Océano hasta donde alcanzaba la vista. Sofocando otro sollozo, decidí concentrarme en Dané. En estos momentos no podía preocuparme por la tierra, o la falta de tierra. Tenía que ayudar a Dané o no sobreviviría un día más. Me acerqué despacio todo lo que pude a ella y me puse a hacer tiras con la parte inferior de mi vestido. Estuve tentada de quitarme todo el vestido y quedarme en ropa interior, pero algo me dijo que necesitaba la ropa para protegerme del sol, aunque hacía un calor espantoso.
Cuando tuve suficientes tiras de tela, emprendí la ardua tarea de colocar a Dané boca abajo. Aunque ella era una chica de huesos delgados, era mucho más alta que yo y a mí no me quedaba mucha energía. Después de mucho gruñido y mucho sudor, por fin logré darle la vuelta y pude ver mejor su herida.
—Oh, Dios mío —gemí. La herida de Dané tenía muy mal aspecto. Recordé vagamente que había oído a mi padre decir que era más probable que una persona muriera por pérdida de sangre que por la herida misma. Así que había que coser la herida. Pero sabía que no había forma de coser a Dané, ya que no tenía ni hilo ni aguja para hacerlo. Pero tenía que encontrar una manera de parar la hemorragia. De repente, recordé las imágenes de los viejos libros de medicina de mi padre sobre heridas cauterizadas.
Recordé que tenía las cerillas que mi padre me había comprado para quemar los carboncillos de mi bolsa. Me apresuré a coger mi bolsa y saqué la caja de metal donde estaban las cerillas. Decidí que si podía limpiar el cuchillo que Nate había lanzado al bote para cauterizar la herida de Dané, ésta podría tener una posibilidad de sobrevivir. De modo que mojé el cuchillo en el océano por encima de la borda y limpié toda la sangre que había en él. Prendí un poco de tela de mi vestido y unos lápices y me puse a calentar la hoja del cuchillo hasta que se puso incandescente a la luz del amanecer. Cuando pensé que ya estaba bastante caliente, me arrastré hasta Dané y después de susurrarle lo mucho que lo sentía, apreté el cuchillo caliente contra su herida. Hice una mueca al oler la piel y la sangre quemadas por el cuchillo al rojo.
Me acordé de las tiras que había arrancado de mi vestido y pensé que tal vez podría vendar la herida con tanta fuerza que su cuerpo podría tener tiempo de curarse. Sabía que la cosa era incierta como mucho, pero si pudiera detener la hemorragia, Dané tendría alguna posibilidad.
No sé cuánto tardé en colocar las nueve tiras de tela alrededor de Dané, pero debieron de pasar unas horas. Mantuve a propósito la mente concentrada en mi tarea. Siempre que sentía que lo que estaba haciendo era inútil, miraba la cara de Dané y recordaba que se encontraba en esta situación por mi causa. Sentía una vaga preocupación porque Danté no se quejó ni una sola vez mientras me ocupaba de su herida. Lo hacía con todo el cuidado posible, pero sabía que tenía que ser muy doloroso. Después de mojar una vez más la tela que le había puesto en la nuca, me eché a su lado para descansar.
El sol ya se estaba hundiendo en su lecho de agua y el aire había empezado a enfriarse notablemente. Rodeé a Dané con los brazos y me pegué a ella todo lo posible. Su cuerpo irradiaba calor y pensé preocupada que podía tener fiebre. Agotada, me quedé dormida sin soñar, con los brazos flojos alrededor de Dané y mi cuerpo acurrucado por instinto contra su calor.
No sé cuánto tiempo dormí. Me empezó a entrar el pánico cuando me di cuenta de que tenía los ojos abiertos pero lo único que veía era una oscuridad negra como el carbón. Al esforzarme por incorporarme, mi mano tocó un cuerpo caliente y cobré de golpe conciencia de la realidad de la situación. Estábamos en medio del océano y nadie sabía siquiera que habíamos desaparecido. Estaba segura de que a estas alturas mis padres y la madre de Dané ya nos habrían echado en falta, ¿pero se darían cuenta de que nos habían dejado a la deriva?
Una lágrima cayó por mi mejilla quemada, dejando un rastro de fuego hasta mi cuello. Dejé que se me escapara un sollozo de la garganta al tiempo que pegaba mi cuerpo a Dané para conservar el calor.
Dané se quejó ligeramente y me incorporé rápidamente, haciendo que el bote se bamboleara de lado a lado. Era el primer ruido que hacía desde que se había desmayado. Tuve la esperanza de que tal vez se recuperara.
Hacía muchísimo frío y Dané era mi única fuente de calor, además del chal con que me había envuelto en la cubierta. Nos cubrí a las dos con él y me acomodé para pasar la noche. El bote salvavidas se movía suavemente en el agua, meciéndome hasta que me quedé dormida de nuevo sin soñar.
Esta vez las voces de Dané interrumpieron mi sueño. Parecía tener menos fiebre, pero seguía muy caliente. Recordé que Dané me había dicho durante nuestro paseo que nunca pasaba frío, así que tuve la esperanza de que esto fuera normal para ella.
—No —gruñó Dané—. No voy a dejar que lo hagas.
—Dané, soy yo, Gabby, no pasa nada —le susurré al oído.
—Ga... bri...elle —murmuró.
—Sí, soy yo —la tranquilicé lo mejor que pude—. Estás herida, tienes que quedarte quieta o si no te va a sangrar más la herida. Ojalá tuviera agua para darte de beber, pero por desgracia no tengo. Sé que tienes sed, pero no creo que el agua de mar nos fuera a gustar mucho a ninguna de las dos. —Al darme cuenta de que hablar no era la actividad más conveniente para mi boca reseca y sedienta, decidí quedarme callada un rato.
Dané volvió a quedarse inconsciente tras mis palabras. Aliviada, me acomodé de nuevo a su lado, notando que el sol no tardaría en salir y que probablemente volvería a hacer un calor insoportable. Dané respiró hondo una vez y pareció calmarse. Las dos volvimos a quedarnos dormidas.
Me desperté cuando el sol caía de nuevo implacable sobre mí. Cogiendo el chal de Dané, se lo puse sobre la cara para protegerla y emprendí la tarea de arrancar más tiras de mi vestido para cambiar sus vendas. Esta vez, cuando coloqué a Dané boca abajo, se quejó y me lo tomé como una buena señal, aunque intenté tener más cuidado.
—Lo siento, Dané. Creo que esto te viene bien, aunque no parece que la sangre haya calado las vendas de fuera. —Me di cuenta de que lo más probable era que ella no me oyera, pero el silencio empezaba a sacarme de quicio.
Puse las siete primeras capas de las vendas de Dané, ahora ensangrentadas, en el asiento de detrás del bote. Limpié alrededor de la herida lo mejor que pude, pero tenía miedo de que el agua salada le hiciera daño, de modo que empleé lo menos posible, advirtiendo que la herida ya empezaba a curarse. Dané parecía tener la suerte de contar con una capacidad de recuperación asombrosa. Até primero las capas exteriores, todavía limpias, del vendaje anterior y luego seguí con siete tiras nuevas de mi vestido. Luego cogí las vendas ensangrentadas y las lavé por la parte de atrás del bote.
Me quedé preocupada por la cantidad de sangre que salía de las vendas. Dané había perdido mucha sangre. Padre había dicho que el cuerpo necesitaba alimento y agua para sobrevivir y curarse, pero no teníamos nada. Sacudí la cabeza para quitarme los pensamientos que amenazaban con hundirme en una depresión.
Distraída, noté que la corriente parecía acelerar y que nos movíamos más deprisa. Noté que también se estaban formando nubes en el cielo y me pregunté si se acercaba una tormenta. Una tormenta significa agua, me informó mi mente cansada. Me puse a investigar lo que había en el bote. Mi bolsa estaba debajo de uno de los asientos. La cogí y hurgué en ella en busca de algo con lo que poder recoger agua. Al no encontrar nada, miré debajo de los asientos de la proa del bote.
Encontré tres chalecos salvavidas, el cuchillo y una pequeña lata. Salté sobre la lata y me estremecí de asco cuando descubrí lo que había dentro. Era evidente que un miembro de la tripulación había usado la lata para escupir tabaco, cuyos restos estaban al fondo. Cogí la lata y asqueada lavé su contenido por la borda. La lavé al menos cinco veces más hasta quedar satisfecha. Todavía olía ligeramente a tabaco, pero ya no podía hacer más al respecto.
Observé regocijada el cielo que se iba nublando con lo que sin duda eran unas nubes de tormenta de lo más fiero. Para pasar el tiempo, decidí escribir en mi cuaderno todo lo que había ocurrido hasta ahora. No pude evitar sonreír al imaginar a Elizabeth leyendo el cuaderno sin dar crédito. Un fuerte trueno me sacó de mi ensoñación.
—Oh, Dios mío.
Di un respingo y me acerqué más a Dané. Volví a meter mi cuaderno y mis cosas de escribir en la bolsa y la metí debajo del banco más cercano. Luego puse la lata encima del banco de forma tal que esperaba que recogiera agua y no saliera volando. Me tumbé en el fondo del bote y miré el cielo. No sabía qué me daba más miedo: no tener agua o estar en este bote en medio del océano durante una tormenta. El agua empezó a agitarse a medida que aumentaba el viento. Me acordé de repente de los chalecos salvavidas de color naranja que estaban debajo de los asientos. Me metí rápidamente uno por la cabeza y me até los cordeles. Luego le puse otro a Dané con gran dificultad, atando los cordeles con firmeza. Le puse el chaleco que quedaba debajo de la cabeza y coloqué el chal encima de nuestras cabezas a la espera de la inminente tormenta.
Sorprendentemente, me debí de quedar dormida, porque me desperté al oír otro fuerte trueno y al notar que el bote se escoraba violentamente hacia la derecha. Aparté el chal que nos cubría y miré a mi alrededor asustada. El cielo estaba tan oscuro que casi parecía de noche. Iba a ser una tormenta impresionante y ni Dané ni yo podíamos protegernos realmente de la lluvia. Casi como si los cielos me hubieran oído, una gruesa gota de lluvia cayó sobre mi cabeza. Miré asustada a mí alrededor buscando cualquier manera de proteger a Dané del clima que se avecinaba.
Me di cuenta de que el espacio donde antes estaban nuestros chalecos salvavidas estaba ahora vacío, salvo por mi bolsa. El espacio era lo bastante grande como para protegernos la cabeza de la lluvia. Por alguna razón, estaba segura de que si conseguía proteger la cabeza de Dané del agua, se pondría bien. Retrocedí por el bote, arrastrando a Dané conmigo centímetro a centímetro. Tenía que asegurarme de que no iba arrastrándole también la cara por el fondo del bote, por lo que tardé mucho. Por fin la coloqué boca abajo con la cabeza y los hombros debajo del banco, protegidos del agua en su mayor parte.
La tormenta que se avecinaba también había aliviado un poco el calor. Antes había hecho un calor insoportable y ahora había mucha humedad y quietud.
Hubo un fuerte trueno seguido inmediatamente de un brillante destello que atravesó el cielo, iluminando la oscuridad como una bengala. A estas alturas, yo rezaba fervientemente. Por mucho que Dané y yo necesitáramos el agua, en este momento me preocupaba más que el bote sobreviviera a la tormenta.
Cuando la lluvia cayó sobre nosotras, pensé que tal vez debía aprovechar la ocasión para limpiar también la herida de Dané. Le desgarré un poco más el vestido para poder ver la herida, que se estaba cerrando.
—Te curas deprisa, ¿verdad, Dané?
Dané gimió, ya fuera como respuesta o por el dolor que le producía la lluvia torrencial al darle en la herida. Observé mientras la sangre corría por el costado de su cadera y le calaba el vestido.
Cuando la zona herida quedó bastante limpia, cogí un trozo de tela limpio que había arrancado de mi vestido y lavé un poco más la herida. Ahora que tenía la zona bastante limpia, sustituí las vendas viejas por otras nuevas.
—Bueno, Dané —dije, tratando de mantener la mayor calma posible—. Vamos a quedarnos aquí sentadas a ver si sobrevivimos a esto, ¿de acuerdo, amiga mía?
Eché la cabeza hacia atrás y bebí toda el agua de lluvia que pude. Quería conservar para Dané la mayor parte del agua recogida en la pequeña lata. Puse el chal mojado encima de nosotras y me acurruqué alrededor de ella.
No sé si intentaba consolarla a ella o a mí misma, pero al cabo de una hora o dos de cerrar los ojos con fuerza y rezar para que el bote no volcara, me quedé profundamente dormida. O tal vez me desmayé, no lo sé, pero fuera lo que fuese, fue definitivamente un alivio tras el bamboleo mareante del bote, los truenos ensordecedores y la lluvia torrencial.
Durante la noche, soñé que corría por un campo de flores silvestres. El sueño era tan real que hasta olía el aroma de las flores en el aire. Me desperté con una sonrisa en la cara, medio esperando haberme quedado dormida en ese campo. Pero no había nada salvo el olor húmedo del océano y nuestra ropa mojada y rancia. Había una oscuridad total a la que me enfrentaría mientras no hubiera luna en el cielo.
Por primera vez me permití preguntarme qué iba a hacer si no nos encontraban. ¿Y si Dané había perdido demasiada sangre y no conseguía sobrevivir hasta que nos rescataran? Por alguna razón, la idea de que Dané no sobreviviera me daba más miedo que la idea de morir las dos juntas.
Me acomodé en el bote al lado de Danté y me acurruqué junto a ella.
—Conseguiremos salir de ésta, Dané, de algún modo conseguiré que salgamos de ésta —le dije, tratando de dar toda la fuerza y la confianza que pude a esta afirmación. Me fui quedando dormida poco a poco mientras la lluvia, antes torrencial, disminuía hasta convertirse en un chaparrón casi relajante.
A la mañana siguiente me desperté sobresaltada. Intenté olvidarme del vestido incómodo que llevaba y que me producía picores hasta que me ocupara de Dané. Bueno, vamos a echarle un vistazo a esa herida.
Tras quitar las vendas de tela, las puse en el banco encima de la cabeza de Dané y miré con ojo crítico la carne arrugada que rodeaba su herida.
—Vaya, tiene buen aspecto, Dané —le dije como si fuera mérito suyo. Puse vendas limpias de mí vestido sobre la herida y pensé con pena: Este vestido está ya para el arrastre. Suspirando, me trasladé a la popa del bote para lavar las vendas ensangrentadas por encima de la borda.
Mientras frotaba las vendas contra el costado del bote, volví a oler el maravilloso aroma a flores de mi sueño. Miré a Dané: no podía ser ella, no le pegaba llevar perfumes de flores. Mientras procesaba esta información, me di cuenta de otra cosa. Un ruido débil, sonaba casi como si alguien gritara "ja... ja". Seguí el sonido con los ojos, dando un giro completo de 160 grados en el bote. Entonces lo vi... la visión más bella que había visto jamás. Era tierra y no estaba ni a una milla de distancia.
—Oh, gracias a los dioses —suspiré—. Gracias a los dioses.
La tierra estaba tan cerca que el aroma a flores que había olido dormida evidentemente procedía de allí. Vi unas grandes aves marinas que se sumergían y volaban por la playa. Cazando, probablemente, pensé distraída. Seguro que están cogiendo cangrejos o peces. Se me hizo agua la boca y caí en la cuenta de que llevaba días sin comer. Había estado tan preocupada por Dané que ni siquiera había notado que tenía el estómago encogido de hambre.
Me di cuenta de que si quería llegar a tierra iba a tener que hacer algo más que quedarme sentada esperando. Rápidamente me quité el vestido, o lo que quedaba de él, y lo até a una argolla de metal que había en la proa del bote. Me puse el chaleco salvavidas naranja y después de ver cómo estaba Dané, me dejé caer por el costado del bote.
Remolcar el bote hasta la orilla fue una tarea casi imposible. Tenía muy pocas fuerzas y era como si el bote no se moviera. Pero agaché la cabeza y seguí braceando e impulsándome con las piernas con todas mis fuerzas. Cometí el error en una ocasión de levantar la mirada y casi me eché a llorar de frustración. Parecía que no había avanzado nada en absoluto.
—Por favor —rogué a quienquiera que estuviera escuchando—. Estamos tan cerca.
Seguí nadando y tirando con cansancio. Brazada y tirón, brazada y tirón, durante lo que me parecieron horas. Ya no podía más, estaba tan cansada que ni siquiera creía que tuviera fuerzas para volver a subir al bote y no digamos para continuar con mis infructuosas brazadas.
—Piensa, Gabby. Piensa —me susurré tontamente. Observé que el agua formaba una cresta y luego volvía hacia mí. Por cada medio metro que conseguía avanzar, el agua en retirada nos hacía retroceder unos dos metros. Apoyé la cabeza en el costado del bote. No había forma de conseguirlo.
Con la cabeza apoyada en el bote, vi cómo una ola tras otra se estrellaba contra la resplandeciente playa blanca. Luego la ola parecía retroceder corriendo hacia mí como para decirme: "Yo puedo tocar la tierra, pero tú no". Me quedé mirando la ola con rabia un rato hasta que noté algo raro. La ola sólo retrocedía unos tres metros y medio y luego se detenía. Y apenas se movía. Con una sonrisa que estoy segura de que resultaba casi demente, emprendí un curso paralelo a la ola con renovado vigor. Lo vamos a conseguir, Dané, lo vamos a conseguir, canturreé mentalmente.
Ir nadando y remolcando el bote fue tarea lenta en el mejor de los casos, pero por fin llegué al punto donde la cresta de la ola apenas me alcanzaba. Apoyé la cabeza en el bote con cansancio. Estaba tan emocionada que quería continuar, pero mi cuerpo ya estaba protestando por la falta de comida y agua. Tenía que asegurarme de que no me iba a desmayar. Nadie podría salvarme en ese caso y no habría nadie que cuidara de Dané si yo moría.
Teniendo eso presente, giré con determinación hacia la orilla. Esta vez nada me iba impedir alcanzar mi meta.
Al cabo de unos treinta minutos, relajé el cuerpo y bajé los pies con la intención de descansar agarrada al costado del bote. Mientras descansaba, mi pie chocó con algo. Oh, Dios, alguien estaba escuchando. Estiré el pie hacia abajo todo lo que pude y conseguí tocar apenas el suelo.
Me puse a nadar de nuevo con renovado vigor. A los pocos minutos, mis pies se posaron sólidamente en el suelo. Riendo como una histérica, seguí tirando del botecito hacia la orilla, dando gracias a todos los dioses que recordaba del libro de mitología griega que me leía mi padre de niña.
Por fin el bote se deslizó sobre la playa con un golpe sordo y me desplomé de espaldas en la arena mojada riendo histéricamente. Las gaviotas que daban vueltas por encima de mí se unieron a mi alegría. Seguí riendo hasta que acabé llorando.
—Lo hemos conseguido, Dané —le susurré a mi compañera, que seguía inconsciente en el fondo del bote—. Lo hemos conseguido. Hola, ¿hay alguien aquí? Hola, por favor, necesito ayuda —grité, pero sólo las aves se molestaron en contestarme.
Fui a ver cómo estaba Dané una vez más para asegurarme de que se encontraba bien. Después de cerciorarme de que su estado no había cambiado y seguía igual, decidí que iba a intentar buscar ayuda. Coloqué varias piedras alrededor del bote. No quería arriesgarme a que Dané se viera arrastrada el mar. Vestida únicamente con mi combinación, empecé a explorar los alrededores.
La zona era preciosa. La playa donde habíamos desembarcado estaba cubierta de una arena blanca casi como la nieve. La rica vegetación que rodeaba la playa era tan espesa que no sabía si lograría atravesarla para explorar.
—Hola —grité otra vez. De nuevo, la única respuesta que recibí fue la de las aves.
No quería estar lejos de Dané mucho tiempo así que di la vuelta y regresé a la playa. Por supuesto, Dané no se había movido desde que la dejé.
—Dané, vamos a estar bien. Lo sé. Tengo que encontrar una forma para sacarte de este bote y llevarte a un lugar seguro. Luego voy a buscar a alguien que pueda ayudarnos.
Miré a mí alrededor en busca de algo que pudiera ayudarme a sacar a mi alta amiga del bote. Decidí que si conseguía sacarla del bote, luego probablemente podría arrastrarla por la playa.
Regresé al denso bosque de vegetación que rodeaba la playa. La zona estaba llena de diversos árboles frutales, algunos de los cuales reconocí. Mi estómago me hizo saber que no estaba contento conmigo en absoluto y que necesitaba recibir alimentos cuanto antes. Busqué un palo lo bastante largo como para derribar unos plátanos para comer. Cogí un trozo largo de bambú del suelo de la jungla y me puse a golpear el árbol con toda la fuerza que pude.
Conseguí hacer puré un racimo de plátanos pero ninguno de ellos cayó al suelo. No hice ni caso de la regañina que me estaban echando los pájaros de vivos colores que revoloteaban por las copas de los árboles y miré desesperada a mí alrededor buscando una forma de alcanzar la apetitosa fruta madura. Un fuerte golpe a menos de un metro de distancia a mi derecha me hizo soltar un gritito. Casi como si respondiera a mi fuerza de voluntad, un gran coco verde había caído de un árbol.
Me apresuré a cogerlo y lo llevé de vuelta a la playa. Lo golpeé varias veces contra unas rocas negras hasta que conseguí llegar a la pulpa comestible. Bebí un poco de la leche dulce que salía de su centro y me alejé de las rocas rumbo al bote donde estaba mi amiga inconsciente. Metí el dedo en la leche que quedaba y le puse un poco en los labios para humedecérselos y ver si respondía.
Dané abrió la boca y conseguí meterle un poco de leche en la boca seca. Seguí metiendo el dedo en la mitad del coco y colocándolo luego en su boca abierta. Tomé aire suavemente cuando al sacar los dedos de entre sus labios me pareció notar una ligera presión de su lengua.
—¿Dané?
Por supuesto, no obtuve respuesta, pero volví a meter los dedos rápidamente en el coco y transferí el néctar a la boca húmeda y caliente de Dané. Esta vez los dejé metidos un momento en su boca para ver si reaccionaba.
Esta vez noté una clara succión cuando los labios de Dané se cerraron despacio alrededor de mis dedos y chuparon suavemente la leche de coco. Solté el aliento que no sabía que había estado aguantando y permití que una lágrima me resbalara despacio por la mejilla.
—Gracias —susurré a quien quisiera escuchar.
Pensé que si apilaba suficientes piedras alrededor del bote no tendría que mover a Dané en absoluto y que las piedras impedirían que el bote flotara hacia el mar por accidente. Ya había renunciado a sacarla del bote. Pesaba demasiado para mí y no había forma de que me pudiera ayudar hasta que estuviera mejor.
De modo que me dediqué a acarrear unas enormes hojas de palmera del bosque a la playa. Cuando me pareció que tenía suficientes, coloqué las hojas de palmera encima del bote. Cuando ya tenía la mitad del bote cubierta, me metí dentro con las dos mitades del coco y nos tapé a Dané y a mí misma. Las grandes y frondosas hojas tapaban eficazmente la mayor parte del sol y hacían que el interior del bote pareciera unos veinte grados más fresco, además dar sombra.
Dané se quejó y agitó un poco la cabeza.
—Shhh, cariño. Estás bien, las dos estamos bien.
Le aparté el pelo acariciándole la cabeza. Esto pareció tranquilizarla, respiró hondo y se calmó.
Con la leche de coco llenándome el estómago y sabiendo que al menos ni Dané ni yo nos íbamos a morir de hambre, me sumí en un largo sueño reparador.
El estridente grito de los pájaros por encima del bote acabó despertándome. Me sentía como si hubiera estado durmiendo varios días. Mientras dormía, en algún momento había acabado con la cabeza en el hombro de Dané y una pierna encima de las dos suyas. Sintiéndome culpable, me aparté de ella y rogué no haberle hecho daño durante mi sueño inquieto.
Comprobé su estado y me tranquilicé al ver que parecía estar descansando cómodamente.
Quité las dos hojas de palmera más grandes de encima de nuestras cabezas y salí del bote. Pegué un grito cuando algo me pasó por encima del pie. Salté de nuevo al bote mirando temerosa a mí alrededor por si veía una gran araña. Me sorprendí al ver que en vez de arañas había pequeños cangrejos azules por toda la playa. Las gaviotas que volaban en círculos por encima eran la causa del jaleo que me había despertado. Me quedé mirando mientras miles de pequeños cangrejos azules salían del mar rumbo a un destino que sólo ellos conocían.
Recogí rápidamente unos cinco de estos pequeños animales en un trozo de tela y los dejé flotando en una pequeña charca de agua cerca del mar sujetos con una gran piedra. Cogí mi bolsa y hurgué en ella buscando desesperadamente la lata de cerillas de madera que guardaba allí para quemar mis carboncillos de dibujo.
Solté un grito de alegría cuando mis dedos dieron con la lata donde las tenía. Subí corriendo por la playa y me puse a cavar con frenesí un hoyo en la arena. Recorrí la playa en busca de toda la leña que pudiera encontrar. Hicieron falta tres de mis preciadas cerillas, pero por fin conseguí prender una pequeña hoguera. Corrí a mi botín atrapado y lo trasladé al fuego.
Abrí la tela y susurrando una disculpa por lo que estaba a punto de hacer, tiré a los pequeños crustáceos vivos al fuego.
Cuando estuve segura de que estaban hechos, los saqué torpemente del fuego con un palo y esperé con impaciencia a que se enfriaran lo suficiente para comerlos. Decidiendo que unos minutos eran más que de sobra para que se enfriaran, cogí una de las pequeñas criaturas, le arranqué las patas y chupé la carne suculenta de la cáscara, sorprendentemente blanda.
—Mmm —gemí por lo maravilloso que le resultaba el cangrejo a mi estómago hambriento. Aunque los animalitos no tenían mucha carne, bastaron para engañar poco mi hambre constante. Envolví el cangrejo cocinado que quedaba en una tira de tela y, lamentándolo, eché arena encima del fuego. Sólo me quedaban unas veinte cerillas. Tendría que mejorar mucho a la hora de encender un fuego o Dané y yo estaríamos a base de comida cruda hasta que nos encontraran.
Dejé el cangrejito en el bote para más tarde y comprobé cómo estaba Dané. La tapé de nuevo con las grandes hojas y me adentré en el bosque para buscar más cocos y cualquier cosa que pudiera hacerle comer.
Hasta ahora reconocía plátanos, papayas, cocos, frutos del pan y anacardos, nada menos. Sin embargo, dada la inconsciencia de Dané, apenas conseguía tragarse la leche de coco, de modo que mucho menos podría con algo más sustancioso.
Mientras caminaba por entre los árboles para ver si daba con algo comestible, me encontré con un árbol platanero inclinado. Si pudiera acercarme más a la copa del árbol, seguramente podría hacer caer parte de la fruta.
Dejé en el suelo el coco que había encontrado previamente en el bosque y busque un palo de bambú largo. Cuando encontré uno que me pareció adecuado, trepé al árbol. Sonreí con ironía al recordar las viejas regañinas de mi madre, diciéndome que subirse a los árboles no era propio de una jovencita. Pues mira, madre, esta vez podría salvarme la vida.
Por fin, cuando llegué tan cerca de la copa que conseguía alcanzar los plátanos con el palo, me incliné todo lo que pude y empecé a empujar un racimo de fruta, apartándolo del árbol con el palo. Los plátanos se negaban tercamente a caer, pero al cabo de unos quince minutos de empujones, cayeron al suelo del bosque. Bajé todo lo deprisa que pude. No había tenido intención de estar tanto tiempo lejos de Dané.
Arrastré el racimo de plátanos hasta el límite del bosque y regresé corriendo con el coco hasta el bote todo lo deprisa que me permitió mi cuerpo debilitado. Aliviada, vi que las hojas seguían intactas encima del bote y que la chica herida que había debajo parecía seguir descansando apaciblemente. Rompí la cáscara verde externa del coco en las rocas cercanas de la playa y luego rompí la cáscara marrón interna con todo el cuidado posible, intentando conservar la leche para Dané.
Volví con las dos mitades al bote y me senté con cuidado al lado de Dané. Metí dos dedos en la cáscara como la vez anterior y se los metí en la boca. Esta vez Dané chupó la leche con un poco más de fuerza. Tomé aire al sentir que su lengua lamía débilmente los dedos que le ofrecía.
Me temo que me sonrojé muchísimo cuando Dané aumentó la presión sobre mis dedos sin darse cuenta. La succión me estaba causando calor entre las piernas y luego una presión que me resultaba desconocida. No era dolorosa, sólo incómoda.
Metí los dedos en la mitad del coco y volví a ofrecérselos a Dané, casi temiendo la presión de la succión que estaba segura que se iba a producir. Como antes, tuve que obligar a Dané a tomar el alimento, pero en cuanto su cuerpo empezó a aceptar inconscientemente que estaba siendo alimentado, la presión se hizo asombrosamente fuerte y firme.
Cerré los ojos para dejar de mirar los labios cortados de Dané cerrados alrededor de mis dedos. Sin duda debía de estar volviéndome loca por sentir algo así. Jadeé y me llevé la mano libre al estómago mientras Dané seguía chupándome los dedos en busca de la leche de coco, que ya no tenía desde hacía un rato.

Abrí los ojos y caí inmediatamente en el desorientado remolino azul que eran los ojos de Dané. 

3 comentarios:

  1. Quede muy sorprendida y facinada con esta continuacion :) Gracias..!

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  2. me gusta mucho la historia espero la continuación :)

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  3. Me encantan tus relatos <3 eres la mejor espero con ansias la continuación

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