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miércoles, 5 de noviembre de 2014

La Isla 8

Cuando volví a abrir los ojos, pegajosos y pesados, ya era de noche. La estera que había a mi lado todavía estaba caliente porque Dané había estado tumbada en ella. No debía de haberse ido hacía mucho. Me levanté torpemente, intentando librarme del dolor de cabeza que me había entrado de tanto llorar.
Eché a andar en la dirección que pensé que había tomado y muy pronto di con su rastro. Se dirigía a una parte de la isla en la que yo nunca había estado. Me había dicho que había otra charca como la que teníamos cerca, pero eso era todo. La seguí durante casi media hora. Sorprendentemente, no parecía darse cuenta de que fuera detrás de ella.
Esta noche tenía la cabeza en otro lado. Veréis, es que Dané y yo nos entreteníamos con un juego en el que intentábamos acercarnos furtivamente y en secreto la una a la otra. Era un juego tonto, pero en la isla no había mucho que hacer salvo jugar, comer y dormir. Yo nunca conseguía sorprender a Dané, aunque ella me pillaba muy a menudo y entonces me hacía cosquillas hasta que creía que me iba a orinar encima. Entonces era yo la que la insultaba a ella en francés al salir corriendo a un matorral para hacer mis necesidades. Ella se quedaba allí tirada en el suelo carcajeándose de mí.
Esta noche era evidente que tenía la mente en otras cosas, porque me di cuenta, por la posición de sus hombros, de que no sabía que estaba detrás de ella y quise mantener así la situación.
En alguna parte se oía una cascada. Observé asombrada cuando Dané se quitó la tela que le tapaba los pechos. Al poco cayó la que le tapaba las caderas. Mientras, Dané seguía caminando e iba dejando caer la ropa al suelo por el camino. Vi que se acercaba al borde de lo que parecía ser un acantilado, se quedó allí parada un momento y luego, ante mi total horror, se tiró por el borde.
Tomé aire y me quedé allí parada, paralizada por el horror, y tardé unos segundos en conseguir que se me movieran los pies.
—¡Oh, Dios, oh, Dios, Dané, no!
Salí disparada tras ella. Justo cuando llegué al borde, la cabeza de Dané emergió en la charca de debajo. Me la quedé mirando pasmada mientras ella se echaba el pelo hacia atrás y volvía a sumergirse en el agua.
Me aparté del borde del acantilado. No quería que supiera que la había seguido. De modo que me eché boca abajo y atisbé por el borde mientras Dané nadaba y jugaba en el agua. Había una pequeña cascada que caía en la charca de debajo. El fuerte ruido del agua probablemente había impedido que Dané me oyera gritarle cuando se tiró por el acantilado.
¿Aquí es donde vienes, Dané?, pensé. ¿Pero por qué, por qué aquí? No tiene sentido: puedes nadar en la charca que hay cerca de la cabaña. ¿Por qué tienes que venir tan lejos para nadar? Me eché hacia atrás sobre el acantilado hasta que sólo mis ojos asomaron por el borde. Dané parecía haber terminado de nadar. Observé mientras se trasladaba a un extremo poco profundo de la charca. No veía lo que estaba haciendo, pero dio unos pasos con el agua hasta la cintura y se detuvo. Estuvo allí parada durante muchísimo rato, con la cabeza gacha, y por cómo se movían sus hombros me di cuenta de que estaba jadeando o llorando.
Me pregunté si se había hecho daño. De repente, echó la cabeza hacia atrás y vi parte de su cuerpo. Con la mano izquierda se apretaba y frotaba el pecho, mientras que la derecha estaba bajo el agua, al parecer haciendo lo mismo con sus zonas inferiores. La miré boquiabierta mientras se frotaba y retorcía los pezones y se hacía Dios sabe qué debajo del agua.
Ahora bien, yo no era tan inocente como para no saber lo que estaba haciendo. Casi toda mi educación sexual procedía de mi abuela, quien después de unos cuantos ponches calientes estaba más que dispuesta a hablar de varios temas inapropiados para una niña de catorce años. También me colaba en el estudio de mi padre y leía algunos de sus libros de medicina sobre anatomía humana. Bueno, la verdad es que no los leía tanto como miraba los dibujos. Recordé que lo que más me gustaba eran los dibujos de los pechos femeninos. Y que por primera vez en mi joven vida no me importó tanto tenerlos. Los pechos de Dané eran aún mejores que los dibujos de los libros de mi padre. Eran el doble de grandes que los míos, con pezones marrones oscuros. La observé mientras se frotaba el pecho y no pude evitar preguntarme cómo sería tocarla con mis propias manos.
Me quedé petrificada por lo que estaba viendo, sintiendo y pensando. Estaba mirando boquiabierta mientras Dané Courtier, que para mí era la mujer más bella del mundo, estaba en una charca y... bueno... se tocaba. Mi abuela decía que esto era algo propio de las clases bajas. El sexo era algo que ocurría entre un hombre y una mujer que estuvieran casados y sólo cuando intentaban concebir hijos. Uno nunca debía tocarse sus partes íntimas de esa forma. Al menos eso era lo que me decía mi abuela. También me dijo que había gente que quería estar con personas del mismo sexo que ellos. Dijo que eran enfermos y que aunque no había que odiarlos, había que meterlos en hospitales donde se les pudiera ayudar. Mi madre decía que mi abuela se estaba poniendo senil con la edad, pero yo no pude evitar preguntarme si se me debía meter en un hospital. Ahora mismo estaba deseando con todas mis ganas no sólo tocarme a mí misma, sino también a Dané Courtier.
Los movimientos de Dané se iban haciendo cada vez más frenéticos. Vi que tenía los ojos cerrados y que movía los labios. Maldije a la cascada que me impedía oír lo que decía.
Desde mi atalaya por encima de ella, vi que el cuerpo de Dané se estremecía y luego se echaba hacia delante. Se quedó en el agua casi cinco minutos mientras se le calmaba la respiración. Vi que se bañaba despacio como si estuviera atontada antes de salir del agua.
Se movía como si caminara a través de una niebla, casi como si no se encontrara muy bien. Dominé las ganas de ir con ella. Sabía que acercarme a ella ahora sería un desastre. A Dané no le gustaría nada no sólo que la hubiera seguido, sino que además hubiera visto lo que había estado haciendo.
Se sentó junto a la charca, contemplando el agua con los brazos alrededor de las largas piernas. Era evidente que estaba pensando seriamente en algo. Vi cómo ese rostro inexpresivo se estremecía de repente ante mis ojos. El cuerpo de Dané tembló por un sollozo que no conseguí oír. Apoyó la cabeza en las rodillas, mientras su cuerpo se estremecía por la fuerza de sus potentes sollozos. No me gustó nada ver llorar a Dané. Estaba sufriendo mucho y no me parecía que se debiera a nuestra pequeña discusión de antes. Me moría de ganas de ir con ella, pero eso probablemente destruiría la confianza que habíamos logrado. Tenía que confiar en que acudiría a mí si necesitaba hablar. Me aparté con cuidado del borde del acantilado y regresé por donde había venido.
Regresé a la cabaña sin problemas. Me eché, cerré los ojos y probé a fingir que estaba dormida, asegurándome de dejar abierta la puerta con la esperanza de que Dané volviera para dormir a mi lado. Me puse de costado y la esperé. Como una hora más tarde sentí más que oí que entraba en la cabaña. Se detuvo en la puerta de mi habitación y se quedó mirándome la espalda unos minutos. Me moría de ganas de hablar con ella, pero quería darle espacio si lo necesitaba. Se quedó en mi puerta durante lo que me parecieron horas hasta que por fin se apartó y entró en su propia habitación. Dané, ¿por qué no puedes hablar conmigo?, me pregunté.
Me quedé tumbada, reflexionando durante horas sobre mi morena amiga y lo que había visto. Fuera lo que fuese lo que reconcomía a Dané, le estaba causando mucho dolor y a menos que hablara conmigo, yo no podía hacer nada para ayudarla. Oí la respiración acompasada de Dané y yo también intenté dormir un poco. Sin embargo, tardé mucho en quedarme dormida y cuando por fin lo conseguí, tuve sueños incoherentes en los que Dané me rogaba que la ayudara.
A la mañana siguiente me costó levantarme. Bueno, reconozco que siempre me costaba levantarme, pero este día fue peor que de costumbre. Por fin conseguí levantarme de mi estera y cogí dos plátanos del racimo que evidentemente Dané había colgado en la pared de la choza mientras yo dormía. Siempre hacía cosas así. Me detuve de repente, cuando ya me había comido la mitad del segundo plátano. Caí entonces en la cuenta de que nunca le había dado las gracias por cuidar tan bien de las dos. No era sólo que siempre recogía comida en abundancia para las dos, sino que además tenía pequeños detalles como buscar almejas y huevos de tortuga como regalos especiales cuando no me los esperaba.
A veces también se subía a un árbol monstruoso para traerme miel de una colmena inmensa que había allí como regalo. Una vez la vi prepararse para trepar al árbol, asombrada de que fuera a hacerlo siquiera. Dané se ató una fuerte liana a un tobillo y luego, después de pasarla alrededor del tronco del árbol, se la ató al otro tobillo. Hizo lo mismo con las manos. Luego saltó y a base de pura fuerza, fue arrastrando el cuerpo árbol arriba. Sus pies rodeaban el árbol con cada tirón y sus muslos no dejaban de aferrarse a la áspera corteza. Inocentemente, pensé que debía de tener los muslos muy fuertes y luego noté que me ponía colorada de vergüenza. El calor parecía acumularse en mis propios muslos. Para cuando logré controlarme, Dané había vuelto con el trozo de colmena. La reñí mientras devoraba mi golosina por ser tan insensata.
—¿Y si te caes? ¿O si te pican las abejas, Dané?
Como respuesta, sonrió con suficiencia y se encogió de hombros. Por supuesto, yo siempre le ofrecía un poco de miel. Ella siempre decía que no, ya que sabía que era lo que más me gustaba.
Siempre había pensado que en esta isla éramos iguales, aunque Dané era ahora la que más se dedicaba al acopio de comida. Era más porque le divertía que por otro motivo. Durante nuestras primeras semanas en la isla mi trabajo había sido no sólo recoger alimentos, sino además cocinar y ocuparme de la herida de Dané. Cuando se puso mejor, le encantaba explorar la isla. Cuando ya llevábamos allí seis meses, se conocía la isla del derecho y del revés. Era un lugar bastante pequeño: se podía recorrer de un extremo al otro en menos de tres horas.
Me quedé sentada en mi estera fingiendo escribir mientras pensaba en lo que le iba a decir cuando volviera. Sabía que no podía pensar siquiera en sacar el tema de lo que había visto. Lo que me preocupaba era por qué había estado llorando y si había algo, aparte de estar abandonadas en esta isla, que la estuviera inquietando. De repente se me ocurrió que a lo mejor yo estaba haciendo algo que molestaba a Dané. Tal vez estaba harta de estar conmigo. Yo disfrutaba muchísimo con la compañía y la conversación de Dané, por escasa que fuera esta última, y había dado por supuesto que ella sentía lo mismo con respecto a mí.
¿Estaría sacándola de quicio? Había dicho que era demasiado pegajosa y tocona. ¿Era cierto? Pensé en los momentos en que hablábamos. No podía evitar ponerle el brazo en la pierna o en su propio brazo cuando hablaba con ella. Es decir, era tan callada que quería asegurarme de que estaba prestando atención. Con frecuencia le estaba contando a Dané una historia o hablándole de esto o lo otro y me daba cuenta de que estaba sentada muy rígida. Entonces continuaba con lo que estaba diciendo, pero le frotaba la espalda o le daba un masaje en los hombros.
Oh, dioses, pensé. Sí que soy tocona y pegajosa. Me quedé allí con la boca abierta intentando no echarme a llorar. Ya sabía que hablaba demasiado, madre siempre decía que ésa era la razón de que estuviera siempre con la boca abierta. Si quería ponerme a hablar de algo, ya partía con ventaja.
Dejé a un lado mi cuaderno. Apuntar estos pensamientos en mis cuadernos era doloroso como poco. Salí de la cabaña pensando si debía o no intentar encontrar a Dané. Algo me decía que necesitaba estar sola un rato.
Pasé el resto del día limpiando nuestra cabaña y tejiendo esteras nuevas para que Dané y yo pudiéramos dormir en ellas. Hacia el anochecer fui a los sitios donde más le gustaba pescar a Dané para atrapar la cena. Cogí suficiente para las dos y también recogí un poco de fruta. Esperé a Dané, pero no regresó. Cociné el pescado y me lo comí. Puse la fruta en el rincón de la cabaña por si llegaba más tarde y me quedé dormida llorando.
A la mañana siguiente seguía sin haber señales de Dané. No parecía que se hubiera acercado siquiera a la cabaña. Pensé en volver a la cascada para asegurarme de que estaba bien, pero decidí que no, imaginándome ya el enfrentamiento. Empecé a enfadarme con Dané por no venir a casa. Hasta ahora siempre habíamos sido capaces de perdonarnos mutuamente. ¿Cómo podíamos superar esto si se negaba a hablar conmigo? El día fue avanzando y yo me ocupé de mis tareas, tratando de estar lo más cerca posible del campamento por si regresaba Dané. No lo hizo.
A la mañana siguiente, decidí construir un refugio al otro lado del arroyo. Era justo que Dané se quedara con éste, dado que esta cabaña prácticamente la había construido ella sola.
Tardé todo el día en construir una pequeña cabaña en un claro adecuado al otro lado del arroyo lejos de Dané. Si teníamos cuidado, no tendríamos que vernos mucho. La idea de que Dané no quisiera verme nunca me hacía daño. Echaba muchísimo de menos su presencia callada y fuerte y no estaba enfadada con ella. Sólo deseaba que me dijera qué había hecho para molestarla tanto que no quería volver a casa.

Empezaba a oscurecer en la isla y Dané no había regresado aún. Por fin trasladé todas mis cosas a mi nuevo alojamiento. 

1 comentario:

  1. Cada dia me envuelve mas este relato espero el proximo eres la mejor :)

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