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miércoles, 4 de junio de 2014

Abandonadas

Cuando por fin se oyó el grito, a Kia se le paró el corazón en el pecho. El empujón que le dieron en la espalda fue lo único que la obligó a ponerse en marcha. Corrió como el resto de las mujeres, porque era lo que se esperaba de ella. Sus botas para la nieve crujían mientras de su boca escapaban nubecillas blancas creadas por su aliento cálido que flotaban delante de ella como los cuerpos luminosos de las personas que hacía tiempo que habían pasado al más allá. El jadeo que se escapó de su garganta era de angustia, no de cansancio. Kia miró a la izquierda y luego a la derecha mientras las veinte mujeres aproximadamente, de diversas edades, corrían hacia el agua gélida.
Sin duda, podría haber corrido más que todas ellas de haber querido, pero Kia no tenía prisa por alcanzar a los hombres. Su padre adoptivo, Nube Blanca, ya le había dicho que el cazador que cobrara la primera pieza de la temporada sería su nuevo compañero.
Kia no era lo que el Pueblo consideraría bella. Su madre, Sunni, decía que había gente que se parecía más a Kia que los demás de la tribu. Kia no era como los demás. Mientras que ellos eran bajos y fornidos, Kia era alta y le costaba ganar peso. Aunque tenía la piel tan oscura como ellos, sus ojos eran distintos. Su nombre, Kia, significaba el color del cielo en el idioma antiguo, y se lo habían puesto haciendo todo un alarde de falta de originalidad. Con él se había quedado a medida que iba creciendo. Kia descubrió tras su octavo ciclo que en realidad no era del Pueblo...


FLASHBACK

—¡Dámelas! —le ordenó.

—¡No! —Kia le apartó las manos y se metió las piedras en los bolsillos de su abrigo de piel de foca.
El niño le quitó la capucha de piel y la miró furioso a los ojos azules.
—¿Por qué estás aquí? Tú no eres del Pueblo. Mírate. Eres fea, tus ojos no son como la tierra y eres demasiado alta para servir de nada a un hombre. ¡Ahora dámelas! —Volvió a intentar coger las piedras.
—No, son mías —dijo Kia con firmeza, pero él la empujó con brusquedad y le quitó las piedras.
—Pekeha —gruñó por lo bajo y se alejó.
Kia se quedó sentada largo rato reflexionando sobre las cosas hirientes que le había dicho Lobo Negro. ¿Cómo no iba a ser del Pueblo? Había vivido con ellos toda su vida. Nube Blanca y Sunni eran sus padres.
Los pekehas eran monstruos. No eran reales, sólo cosas que te decían tus padres para que te callaras y te durmieras. Kia y su prima Miko se habían quedado una vez despiertas toda la noche para ver si venían. Cada una aferraba con miedo un trozo de colmillo de morsa mientras esperaban la aparición de los monstruosos y mal olientes hombres blancos. Pero nunca aparecieron y Kia y Miko se sintieron fuertes, pues ahora sabían que no había hombres blancos grandes y monstruosos de pelo dorado y rojo, cuyo horrible olor bastaba para hacer hibernar a un oso antes de tiempo. Kia sacudió la cabeza. Lobo Negro estaba loco. Tendría que preguntárselo a Sunni cuando volviera a la tienda. Pero primero, tenía que recuperar sus piedras. Las encontró dos horas después, sucias y olvidadas. Kia las lavó muy contenta, se las metió en el bolsillo y corrió a buscar a su madre.


La crueldad de Lobo Negro todavía le dolía a Kia después de tantos ciclos. A causa de sus palabras, le había preguntado a Sunni por qué, efectivamente, era tan distinta. La respuesta provocó un cambio radical en Kia. La hasta entonces alta y fuerte Kia empezó a encorvar los hombros, para no parecer tan alta. Dejó de reír tan alto con Miko, para no llamar la atención. Rara vez miraba a nadie a los ojos por miedo a que notaran que el color de sus ojos no era el de la tierra. Pero lo peor de todo era que ese día cayó en la cuenta de que los pekehas sí que existían y que como contaba la historia, realmente te robaban la vida. Kia contuvo las lágrimas mientras se preguntaba cómo sería la vida en casa de Lobo Negro. Éste llevaba un tiempo jactándose de que él sería su compañero al final de la cacería. Kia se quitó un copo de nieve de la mejilla mientras corría, recordando cómo había estado sirviendo a su padre y a los demás hombres sentados alrededor del fuego mientras ideaban estrategias para la cacería que se avecinaba. Esa mañana habían avistado ballenas y la posible abundancia de carne y aceite bastó para llenar de alegría a la aldea entera. Una sola presa era suficiente para darles a todos alimentos y aceite durante semanas, por no decir un mes. Y para el afortunado cazador que clavara la lanza mortal... los huesos de la ballena y parte de su piel servirían para construir un nuevo hogar donde recibir a su nueva compañera... Kia.
El hielo seguro estaba marcado con dos arpones de púas clavados en el suelo para que Kia y las demás mujeres supieran que debían esperar en este punto a que los hombres tiraran de la ballena hasta la orilla. Así a todo el campamento de invierno le resultaría más fácil limpiar y abrir al animal sin caerse en las aguas gélidas. La habitual emoción por la primera ballena caída de la temporada no existía para Kia. No sentía la oleada de excitación que normalmente sentía en sus ensoñaciones. Un fuerte grito la sacó de sus apesadumbradas reflexiones justo a tiempo de ver un arpón con los colores de Lobo Negro que volaba hacia la espalda de un cazador desprevenido.

A Kia se le atravesó un grito en la garganta al ver el arpón que volaba certero hacia la espalda del cazador. Va a morir, pensó Kia justo cuando el pequeño cazador se daba la vuelta. Ya fuera por habilidad o por instinto, una mano enguantada se alzó a tiempo de desviar el arpón. Sin embargo, el cazador había perdido el equilibrio por el esfuerzo y por la fuerza del golpe en la mano y se cayó al suelo, golpeándose la cabeza con el duro hielo. Kia fue la primera en reaccionar. Echó a correr todo lo deprisa que le permitieron sus largas piernas, frenándose sólo un poco a causa del hielo.
Oyó a su padre y a los demás hombres reprendiendo a Lobo Negro por lanzar el arpón de manera tal que había puesto a alguien en peligro. Ninguno de ellos se acercó para ayudar al pequeño cazador que seguía tirado en el hielo.
Kia se arrodilló y se inclinó sobre la figura tendida justo cuando unas pestañas rojas se agitaron y luego se abrieron, revelando unos ojos de un sorprendente y vivo color verde.
—Kia.
Kia se quedó tan pasmada que se olvidó de hablar. Era la que llamaban Zorro. Una mujer.
—¿Estás herida?
Zorro cerró los ojos y dijo que no con la cabeza antes de incorporarse. Se le estaba mojando la ropa de estar tumbada en el hielo y eso no le convenía si quería quedarse a supervisar la limpieza de su pieza. ¡Mi primera ballena! Con la emoción, Zorro casi se olvidó de lo que había hecho que estuviera tirada en el hielo con Kia inclinada sobre ella. El fuerte dolor que sentía en la mano a causa del arpón de Lobo Negro le inundó el cuerpo de rabia. Lobo Negro había sido el que más se había opuesto a que ella participara en la cacería de ballenas y caribúes. Zorro nunca había intercambiado palabra con él, pero él había dejado claro que si fuera el jefe, ya no sería bienvenida en el campamento de invierno. Había dejado muy claro que iba a ser él quien se iba a unir a Kia. Ninguno de los demás hombres quería pelearse con él. Pero Zorro no era como ninguno de los demás hombres.
El Pueblo trataba a Zorro bastante bien porque tenían miedo de la abuela. E incluso después de su muerte, hacía cuatro ciclos, seguían tratando a Zorro con respeto aunque a regañadientes. Como cazadora, Zorro había conseguido abatir muchas presas. Las cacerías de alces y antas siempre terminaban con casi el doble de lanzas con los colores de Zorro que de los demás clavadas en los animales. Lobo Negro era el único cazador que se acercaba a la habilidad de Zorro, hecho que lo molestaba muchísimo: le daba mucha rabia que una mujer fuese mejor cazadora que él. A Zorro no le importaba: rara vez hablaba con nadie aparte de Nube Blanca. Como su abuela, estaba convirtiéndose rápidamente en algo a medio camino entre el mito y la leyenda. Bajaba de las colinas sólo para participar en la gran cacería y luego desaparecía con la parte que le correspondía de carne y pieles. Hasta sus perros, criados a partir de dos cachorros blancos de su abuela, parecían inspirar el pavor del Pueblo.
Zorro se esforzó por ponerse en pie. Sus ojos buscaron y encontraron a Lobo Negro, que estaba explicando avergonzado al padre de Kia que, por rabia, había lanzado el arpón al aire: no tenía intención de alcanzar a Zorro.

Zorro corrió hacia él, presa de una rabia tan absoluta que no se paró a pensar lo que podría parecerle su comportamiento a Kia. Los dos cazadores acabaron en el suelo antes de que el padre de Kia agarrara a Zorro por los brazos y la apartara a rastras de Lobo Negro, que sonreía burlón. Zorro se negó a apartar los ojos de Lobo Negro mientras se la llevaban a rastras y las mujeres y los cazadores la miraban como si fuera un perro rabioso. Lobo Negro había intentado matarla, de eso no le cabía duda.
Cuando la tuvo a una distancia segura de Lobo Negro y de los atentos oídos del Pueblo, Nube Blanca sujetó a Zorro por los hombros y la sacudió un poco para llamarle la atención. Zorro, que seguía mirando con saña a Lobo Negro, miró por fin a Nube Blanca, el padre de Kia, le informó su mente.
Zorro cerró los ojos presa del miedo e intentó explicarse.
—Es que me he puesto furiosa.
—Debes aprender a escuchar antes de reaccionar, Pequeño Zorro. — Zorro se miró las botas. Hacía casi cuatro ciclos que nadie la llamaba así, desde la muerte de la abuela. Lo echaba de menos—. Sabes lo que significa, ¿verdad? ¿El que hayas cobrado la primera pieza?
Ella tragó.
—¡Sí!
—Muy bien, ¿entonces sabes que tienes la opción de unirte a mi hija Kia?
Todos sus pensamientos sobre Lobo Negro desaparecieron de la mente de Zorro al mirar a Nube Blanca, con el corazón palpitante y la boca entreabierta. El aliento cálido de los dos se mezclaba con el aire frío, dando un aire onírico a aquel momento. Al menos, así era como Zorro lo recordaría para siempre.
—Sí —murmuró algo temblorosa.
—Así pues... ¿deseas unirte a mi hija?
Zorro miró fijamente al jefe Nube Blanca un momento y luego asintió con fuerza.
—Con todo mi ser.
—Pues muy bien, así será —dijo él con expresión satisfecha y se alejó, dejándola boquiabierta.
Zorro levantó la vista al cielo, que estaba casi tan blanco como la nieve, pero no tanto.
—Gracias, abuela.
Se encaminó de nuevo al hielo, ahora empapado de la sangre del ballenato... recordando...


FLASHBACK



Zorro entró en la casita de piedra y se quitó las botas cubiertas de nieve y barro como siempre lo había hecho. Los perros ya e
staban alimentados, pero Zorro había pasado más tiempo que de costumbre con ellos, pues últimamente tenía muchas cosas en la cabeza.

—¿Abuela?
—Sí, Pequeño Zorro. —La abuela, sentada con las piernas cruzadas delante del fuego, levantó los ojos para mirarla. Estaba intentando coser un agujero que se había hecho Zorro en los pantalones por tercera vez en una semana. Sacudió la cabeza exasperada. Por enésima vez, se preguntó por qué se molestaba siquiera. De todas formas, Zorro se los iba a volver a romper.
—Quiero preguntarte una cosa —dijo Pequeño Zorro nerviosa al subirse a su plataforma de dormir.
—Pues pregunta.
Pequeño Zorro apoyó la mano en el codo y contempló a su abuela un momento antes de hacer su pregunta.
—¿Por qué no te has unido nunca?
—Porque la persona a la que amaba me fue arrebatada. —El tono de la abuela era muy triste y Pequeño Zorro dudó de si debía seguir adelante.
—¿Por qué no te has vuelto a unir?
—Porque no ha habido nadie que haya vuelto a ganarse mi corazón.
—¿Entonces la mayoría se une por amor?
—No, la mayoría no, Pequeño Zorro. La mayoría se une porque es una buena unión, buena para la familia, buena para todo el mundo.
—Gracias, abuela. —Pequeño Zorro se tumbó y se quedó mirando el techo de piedra.
—Pequeño Zorro, ¿por qué me haces estas preguntas?
—El Pueblo parece tener miedo de nosotras, abuela.
—Eso es porque tienen miedo de las personas diferentes. Yo soy diferente y tú también lo eres. —Pequeño Zorro asintió. La abuela sí que era diferente. Igual que el pelo de Pequeño Zorro era rojo, el de ella era de un color amarillento, o eso le había dicho a Pequeño Zorro. Ahora era de un color gris parecido a la nieve en la que vivían la mayor parte del ciclo—. ¿A qué vienen tantas preguntas, Pequeño Zorro?
—Simple curiosidad, abuela.
—No, sé que hay algo más, dímelo.
Pequeño Zorro sonrió a su abuela desde el otro lado de la estancia y luego miró el mango de su cuchillo, su posesión más preciada.
—Hay alguien a quien creo que me gustaría unirme.
La abuela se quedó mirando a Pequeño Zorro un momento y luego siguió cosiendo tranquila, con los labios fruncidos.
—¿Esta persona desea unirse a ti?
—No lo sé. No, probablemente no. No creo que ella se haya fijado en mí. —Pequeño Zorro cerró la boca de golpe y se preguntó cómo iba a reaccionar su abuela ante la noticia de que quería unirse a una chica.
La abuela observó el pelo rojo de Pequeño Zorro, sus brillantes ojos verdes y su piel clara. Meneó la cabeza.
—No, estoy segura de que se ha fijado en ti.
Pequeño Zorro le dijo que la primera vez que se fijó en ella, que se fijó de verdad, fue el ciclo pasado, cuando fueron al campamento de invierno. Kia estaba pescando con las demás mujeres. Zorro no le había podido quitar los ojos de encima.
—Estuve mirándola de lejos; ella ni me vio.
—Bueno, ¿y sabes cómo se llama?
Pequeño Zorro asintió y apartó la mirada, pues no quería decir el nombre en voz alta por miedo a que un espíritu maligno le hiciera algo a su amor.
—Pues háblame de ella. —La abuela dejó su labor a un lado y prestó toda su atención a Pequeño Zorro.
—No se parece en nada a mí.
—Bueno, ninguno de nosotros se parece en nada a ti, mi Pequeño Zorro.
Pequeño Zorro sonrió a su abuela. A lo largo de su vida había habido muchas ocasiones en que había deseado ser como el Pueblo o incluso como su abuela. Lo único que Pequeño Zorro había deseado en su vida era encajar y no tener tantos ojos oscuros, asustados o curiosos clavados en ella en todo momento. Pequeño Zorro se había acostumbrado a llevar la capucha puesta siempre que estaba cerca de los campamentos. Eso mantenía a raya parte de la curiosidad aunque no pudiera ocultar su piel blanca ni sus ojos claros.
—Lo que quiero decir es que creo que ella tampoco es del Pueblo, al menos no del todo. Tiene los ojos claros como yo, sólo que azules. Y es alta. Más alta incluso que tú, abuela, pero tiene el pelo oscuro y fino como el Pueblo. A mí... a mí me parece preciosa.
—Ahhh. —La abuela asintió con aprobación. Tendría que haber sabido que iba a ser Kia quien llamaría la atención de Zorro. Kia era, efectivamente, una muchacha preciosa, aunque no creía que se lo hubiera dicho nadie en mucho tiempo, si es que se lo habían dicho alguna vez. Aunque no le cabía duda de que su familia la quería y la mimaba. Las cosas que hacían diferentes a Pequeño Zorro, a Kia y, en menor grado, a ella misma no siempre eran apreciadas por el Pueblo.
—Abuela, me gustaría saber cómo... me gustaría unirme a ella algún día. Cuando tenga mis propias cosas —terminó Pequeño Zorro apresuradamente y luego se dio la vuelta.
La abuela se esforzó por contener la risa. Qué joven e impetuosa era su Pequeño Zorro. Sin embargo, cuando se lo proponía, podía ser tan terca como el que más.
—Como todo en la vida, tienes que cerrar los ojos y desear que se cumpla, Pequeño Zorro.
—Pero abuela, no sé si Kia esperará a que se cumpla mi deseo —dijo Pequeño Zorro con exasperación.
—Pues entonces, Pequeño Zorro, más vale que te des prisa. Kia estará pronto en edad de casarse y no querrás que se case con otro, ¿verdad? —La abuela bajó la cara para ocultar la sonrisa burlona que le curvaba los labios.
—¡Oh, no! —La idea hizo que los ojos de Pequeño Zorro soltaran chispas—. Quiero que sea mi compañera, de nadie más.
—Pues muy bien, hablaré con su padre. Es un viejo amigo, me escuchará.
Pequeño Zorro toqueteó la piel en la que estaba sentada, muy ensimismada. La promesa de la abuela de que la iba a ayudar por un lado la hacía feliz, pero por otro no. Por primera vez en su corta vida, Pequeño Zorro tenía miedo.
—¿Abuela?
—¿Sí, Pequeño Zorro?
—¿Qué hago con ella?
—¿Qué quieres decir, Pequeño Zorro? —preguntó la abuela cansinamente al tiempo que se levantaba para subirse a su propia plataforma de dormir. El dolor de la pierna iba a peor. Le estaba costando ocultarle a Pequeño Zorro que se estaba poniendo enferma. Aunque ansiaba reunirse con su amor perdido en el más allá, estaba preocupada por su Pequeño Zorro. Aunque Pequeño Zorro era capaz de cuidar de sí misma, sabía mejor que nadie la soledad que se podía sentir en la tundra helada viviendo fuera de los campamentos, aceptada pero no bienvenida. No, Pequeño Zorro necesitaba una familia y ella iba a hacer todo lo posible por asegurarse de que tuviera la oportunidad de conocer el amor.
—O sea, ¿cómo... me uno a ella?
La abuela sí que se echó a reír entonces. Pero le entró una sensación de tristeza. No creía que fuera a vivir el tiempo suficiente para ver a Pequeño Zorro unida, pero tenía una idea de cómo asegurarse de que fuera feliz.
—Bueno, Pequeño Zorro, ésa es una larga lección que podemos empezar pero no terminar esta noche. Pero tienes que prometerme que vas a escuchar sin interrumpir, ¿comprendes?
—Sí, abuela.
Pequeño Zorro se tumbó en sus pieles y escuchó la voz de su abuela hasta altas horas de la noche. Quería preguntar muchas cosas, muchas cosas que no entendía, pero tenía miedo de que su abuela se detuviera, de modo que se limitó a escuchar atentamente hasta que ya no pudo más de sueño.
—Que duermas bien, Pequeño Zorro, hay más cosas que aprender.
Pero tendrá que ser otro día.
—Que duermas bien, abuela.

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